Rafa Mayoral
Los cronistas cortesanos de aura
progresista andan preocupados por el daño que Juan Carlos de Borbón puede hacer a su pobre hijo -al
que presentan como una víctima de los excesos de su padre-, con su obscena
vuelta a nuestro país. Un viaje de placer y regatas de quien no ha escondido a
lo largo de casi 40 años sus prácticas corruptas, de las que han sido
copartícipes, cómplices o encubridores la legión de monárquicos vergonzantes
conocidos en España como juancarlistas.
La nueva derecha trumpista emergente no tiene esos
problemas, recibe con los brazos abiertos a quien escondía el dinero en Suiza
con los cuates de la Gürtel y demás ralea. Carece de complejos y asume el dicho
de Donald J. Trump que decía aquello de “podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”.
Ante
la podredumbre y la descomposición de la institución monárquica, en 2014, el
PP, el PSOE y la Casa Real procedieron a una abdicación exprés de Juan Carlos I, en un intento desesperado por blindar
la Corona frente a la democracia y la voluntad popular. Los escándalos
empezaban a aflorar y todos los cortesanos sabían que sólo era la punta del
iceberg, porque todos oficiaron de encubridores, copartícipes y cómplices en la utilización de la Jefatura
del Estado para intereses espurios contrarios al interés general.
Nada nuevo bajo el sol. La evasión
fiscal y la corrupción sistemática se han articulado históricamente como el
elemento central que ha definido a una oligarquía delincuente, que ha hecho del
Estado una herramienta para el saqueo basado en las concesiones, las
externalizaciones y la privatización de los sectores estratégicos. La Corona se
ha convertido en la representante de los sectores parasitarios en el Estado,
que tienen el poder sin presentarse a las elecciones.
Desde los tiempos en los que Carlos IV y Fernando VII
rendían pleitesía a Napoleón mientras el pueblo se enfrentaba a la invasión
francesa, la ignominia borbónica no ha dejado de obsequiarnos con episodios
vergonzosos, por ser moderados en su calificación. La reina regente María
Cristina robó a manos llenas y se
comprometió con un sucio negocio de esclavitud. Isabel II
abandonó España expulsada después de la Revolución Gloriosa de 1868 por robar.
El general Prim decía con buen criterio que “los Borbones eran el impedimento
mayor para la modernización y la democratización de España". Valle-Inclán
afirmó sobre Alfonso XIII: “No echamos al Borbón por Rey sino por ladrón”. El
monarca había apadrinado la corrupción, la carnicería de la guerra colonial del
Rif y la dictadura de Primo de Rivera, de quien diría al rey Victor Manuel en
su visita a Italia: “Este es mi Mussolini”. El historiador Ángel Viñas
destapaba en su libro ‘¿Quién quiso la guerra civil?’ el papel central de los
monárquicos en conseguir el apoyo del fascismo italiano al golpe y a la guerra.
Los escándalos contemporáneos de la
casa de Borbón comenzaron antes del acceso a la Jefatura del Estado de Juan
Carlos I decretada por Franco. Quizá la apropiación del palacio de Marivent en
1973 en contra de la voluntad del donante -que pretendía que fuese un museo
abierto al público- o los Acuerdos Tripartitos de 1975 que supusieron la
entrega del Sáhara occidental a su ‘hermano’ Hassan II suponen dos ejemplos que
indican con claridad la actitud del entonces príncipe con respecto a la soberanía popular y a la
legalidad.
A pesar de los mitos de la Transición, la monarquía suponía
una garantía en el seno del Estado para los sectores económicos parasitarios,
que veían en la democracia una amenaza para sus intereses y querían una
garantía que fuese ajena a la voluntad popular y estuviese fuera del control
del principio de legalidad. Un secreto a voces que ya denunciaron los 13
Raperos en su autoinculpación musical colectiva en defensa de la libertad de
expresión: “Los borbones son unos ladrones”.
La caída en desgracia de Juan Carlos y
su abdicación renovó la teoría de “a rey muerto, rey puesto”. Ha supuesto una
huida hacia delante donde el problema se pretende circunscribir a una cuestión de
honorabilidad y transparencia del emérito, a pesar de las evidencias conocidas
sobre las fundaciones Lucum y Zagatka, donde figuran como beneficiarios los
Borbones Juan Carlos, Felipe y en su caso quien fuera heredero de
la Corona española.
El escándalo pretende encapsularse en el rey padre, en un
intento desesperado por proteger una institución que se cae a pedazos y que contagia su crisis a todas las
demás que se interponen para garantizar la impunidad y la
pervivencia de una magistratura antidemocrática que hace aguas por todas
partes.
Los letrados del Congreso, con sus
informes impidiendo que el Parlamento pueda debatir
sobre la Jefatura del Estado; el Tribunal Supremo archivando denuncias
a pesar de las evidencias; los decretos de la Fiscalía archivando las investigaciones por
prescripción y porque “la persona del rey no está sujeta a responsabilidad”
según lo recogido en el artículo 56 de la Constitución -y en la interpretación
recogida en la reforma exprés de la Ley Orgánica del Poder Judicial aprobada
para aforar al emérito-; o la sentencia del Tribunal Constitucional que afirma
que el rey no está sujeto a responsabilidad civil, penal o política demuestran
que la monarquía como una clave de bóveda extiende su crisis al conjunto de las
instituciones del Estado.
El último Pacto de la Zarzuela entre el PSOE, el PP y la
Casa Real para acordar la declaración de bienes de Felipe VI y el Real-decreto
de transparencia ha tenido dos consecuencias fundamentales. La primera es que
no es posible tapar la hemorragia con una tirita, porque no es un problema de
transparencia y porque las medidas adoptadas no establecen mecanismos que
garanticen la no repetición. La segunda es el reconocimiento de Vox como fuerza
constitucionalista por la Casa Real, un partido abiertamente golpista que
niega el pluralismo político y quiere ilegalizar a más de la mitad de las
fuerzas políticas del arco parlamentario.
LUH DdA, XVIII/5173
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