jueves, 14 de abril de 2022

LA MIRADA OLVIDADA DEL FOTÓGRAFO MANUEL MOROS SOBRE EL ÉXODO REPUBLICANO*

 

Ochenta fotografías enterradas durante durante setenta años en un huerto de Collioure, expuestas por primera vez en 2009 como uno de los más dramáticos testimonios de aquella tragedia.

Félix Población

Se ha hablado y escrito mucho de la presencia de Antonio Machado en Collioure, localidad en la que falleció poco después de cruzar la frontera pirenaica camino del exilio, pero se conoce muy poco de un pintor y fotógrafo, residente en el mismo pueblo francés, que no se pudo resistir a dejar sin testimonio gráfico la tragedia humanitaria del éxodo republicano, coincidente con la partida del extraordinario poeta andaluz y su familia.  

No lo hizo Manuel Moros (1898-1975) con la paleta de pintor, que era su herramienta habitual, sino con su cámara Leika, un instrumento clave para dar testimonio fidedigno de aquella desoladora diáspora a través de la carretera de la costa mediterránea que se interna desde España en territorio francés. Manuel Moros fue  testigo de la llegada al paso fronterizo de Portbou-Cerbère de miles de exiliados bajo un crudo frío invernal, con apenas unas pocas pertenencias a cuestas y en un estado máxima desolación y extrema necesidad. Asistió también a la división de las familias establecida por los gendarmes franceses al ser internados en los campos de concentración.


Este pintor francés de ascendencia colombiana, residente en la citada localidad durante la década de los treinta, tuvo la suficiente sensibilidad y empatía para captar la intensidad de aquella gran tragedia humanitaria que quedó bien patente en la impronta dramática de las ochenta fotografías que conformaron la primera exposición de su obra, celebrada en 2009, un año después de que fuera recuperada del olvido. La muestra tuvo lugar en el Museo del Exilio de La Jonquera (Alt Empordà), coincidiendo con el septuagésimo aniversario del final de la contienda armada, bajo el título Febrero de 1939. El exilio a través de la mirada de Manuel Moros. Se trata, sin duda, de uno de los más importantes y e impactantes testimonios gráficos de aquel éxodo sobre el que no se tiene hoy todavía la sensibilización memorial que sería menester. No recuerdo que la exposición de la obra de Moros se haya visto en otros lugares de España, doce años después.

Manuel Moros fue hijo de un pintor colombiano que estudiaba en París y tuvo amores con la hija de una familia de la alta sociedad francesa, emparentada con el ayudante de campo de Napoleón. Con el regreso de su padre a su país natal, cuando Manuel tenía cuatro años,  su madre no  lo trató con demasiado cariño pues llegó incluso a plantearse la posibilidad de internarlo en un hospicio. En su juventud, con veinte años, Moros fue movilizado para participar en la Primera Guerra Mundial, acabando como prisionero en el campo de concentración de Puchheim, en Baviera, algo que sin duda influyó para que sus fotografías de la diáspora republicana tuvieran esa trágica impronta. Después de su liberación, Manuel Moros cursó estudios de pintura en París, formando parte del grupo de artistas de la Realidad Poética. Desde 1925 se afincó en Collioure, llegando a ser uno de los pintores más interesantes del Roselló e impulsando con Jean Peské el Museo de Collioure en 1934. Ese mismo año viajó el paraíso azul de Tossa y descubrió las Islas Baleares, al tiempo que su estilo se volvía más tenue y delicado, siempre al servicio del paisaje.

El pintor francés, en cuanto tuvo noticia de las penalidades que acompañaban a las miles de familias españoles que cruzaban la frontera huyendo de la represión franquista, quiso plasmar con su cámara la dramática magnitud de aquel éxodo. Es indudable que cuando el fotógrafo francés realizaba su trabajo estaba convencido de la trascendencia histórica que podían tener en el futuro esas imágenes, en las que se denuncia el miserable alojamiento que las autoridades del país vecino dieron a aquella multitud en la intemperie de los campos de concentración de las playas francesas, donde tantos republicanos perecieron.

Subido a un talud para contemplar el gentío acurrucado por el viento tormentoso -leemos en un artículo de Eva Vázquez (El tetimoni oblidat), publicado en El Punt Avui-, Manuel Moros levantó su propio registro: cabellos desordenados por la tramontana, ojos asustados, niños con un mendrugo de pan, fardos y maletas amontonados en la cuneta, cuerpos enfriados temblando bajo una manta prestada, enfermos que deliraban en un rincón, un miliciano con un ramo de flores silvestres en el bolsillo del abrigo, un viejo que lloraba. Ese mismo día (5 de febrero), se llegó a Portvendres, donde los gendarmes separaban a los niños para enviarlos a la colonia infantil establecida en el campo de la Moresca. Son las imágenes más dolorosas del álbum: las criaturas parecen fantasmas, envueltas con la caridad de las mantas, abrazados unos con otros, sin alegría, sin vigor. El 10 de febrero, documentaría la creación del campo de Argelès, un lugar desolado, la playa nada más, y las rocas, el hambre y la muerte, y una débil alambrada bordeándola, sin ningún servicio, ni un triste váter, ni un modesto cubierto para pasar la noche”.


Consciente de su importancia, Moros tuvo escondidas estas imágenes en su taller hasta la ocupación alemana de Francia, que le obligó a huir precipitadamente en 1942. Antes de partir hacia Lavalette, guardó una parte de su obra en una caja de hierro y la enterró en el jardín de la casa. Se ignora por qué Manuel Moros no regresó jamás a buscar su legado, pues se desconoce lo que fue de él tras abandonar Collioure, pero sí se sabe que dejó ocultas unas cuarenta instantáneas, las que le parecieron más comprometidas, según refirió el organizador de la exposición mencionada. El resto se las llevó consigo, salvo veinte que le entregó a su hermana. 

A pesar de que la casa fue ocupada por los alemanes durante la invasión del país, no serían ellos los que dieron con el cofre sino un niño de diez años que se puso un día a escarbar en el jardín. Se llamaba Jordi Figueras y en 2009 era un señor septuagenario, que no se si vive actualmente, cuya madre era madame Quintana -según una información publicada por el diario El País con motivo de la exposición-, la misma señora había regentado en Collioure el hotel en donde se hospedaron y fallecieron Antonio Machado y su madre. Para completar las ochenta fotografías de la muestra celebrada en el Museo del Exilio de La Jonquera, se hubo de recurrir a un sobrino de Manuel Muros, Jean Pennef, que aportó el resto de las instantáneas hasta completar el total de las expuestas.


Dado que a nuestros cineastas no les ha interesado hasta ahora como material de creación el último tránsito de uno de nuestros más importantes poetas camino del exilio, en medio de quienes lo acompañaron por millares en ese amargo y desesperado éxodo, es de lamentar que tampoco la exposición comentada no haya tenido más recorrido itinerante, transcurridos más de trece años desde el hallazgo de las fotografías. ¿Nadie en la Dirección General de la Memoria Democrática se va a sentir llamado a convocarla y a homenajear a ese desconocido pintor y fotógrafo que hizo posible ese impresionante legado como documentación de indudable valor histórico para nuestra memoria democrática? Se trata de concienciar a las jóvenes generaciones para que eso no vuelva a ocurrir jamás y acudan a las urnas conscientes de la defensa de los valores democráticos.

Manuel Moros abandonará después de la guerra casi completamente la pintura y morirá en 1975 durante una estancia en Banyuls, olvidado y solo, casi tanto como esa mirada fotográfica que dejó estampadas para siempre las que posiblemente sean las más desoladoras imágenes del éxodo republicano español, junto a las de Robert Capa, recogidas en un magnífico documental de Anna Borrell titulado El món on volíem viure. Robert Capa, 15 gener de 1939 (El mundo en el que queríamos vivir. Robert Capa, 15 de enero de 1939).

Otra vez en la noche… Es el martillo
de la fiebre en las sienes bien venidas
del niño. -Madre, ¿el pájaro amarillo!
¡las mariposas negras y moradas!

– Duerme, hijo mío. – Y la manita oprime
la madre, junto al lecho-. ¡Oh flor de fuego!
¿Quién ha de helarte, flor de sangre, dime:
Hay en la pobre alcoba olor de espliego;

fuera, la oronda luna que blanquea
cúpula y torre a la ciudad sombría.
Invisible avión moscardonea.
-¿Duermes, oh dulce flor de sangre mía?
El cristal del balcón repiquetea.
-¡Oh, fría, fría, fría, fría, fría!

Antonio Machado (Poema de la guerra)

*El Salto  DdA, XVIII/5137

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