lunes, 11 de abril de 2022

BREVES MOMENTOS DE ENERGÍA CON ARGERICH Y GOERNER


Alicia Población Brel

Una cola serpenteante se engrosaba en la plazoleta de la entrada del Auditorio Nacional la pasada tarde del 3 de abril. No era para menos, la sala sinfónica acogía a la gran pianista argentina Martha Argerich y a su compatriota Nelson Goerner.

Recibidos ambos con calurosos aplausos, se sentaron en sus butacas. Al tiempo, Argerich dejó notar su incomodidad ante la altura de su asiento. Se tomaron su tiempo para solucionar el asunto haciendo un definitivo cambio de banquetas. Con la misma parsimonia, y ya avanzada la primera obra, Argerich se quitó con una mano la mascarilla, como si no supusiera para ella una desconcentración en lo más mínimo.

La obra En blanc et noir de Claude Debussy mostró esos claroscuros que inundaban la vida del compositor francés durante la crisis creadora que sufrió tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. En la música, que brotaba de los dedos de los músicos, se hacía sentir ese peso, esa sombra que acechaba en todo momento los rincones de la obra. Cada uno de los tres movimientos estaba dedicado a una persona determinada que, en aquel difícil momento que vivía Debussy,  es de esperar que tuviera cierta presencia. El último, dedicado a Stravinsky, traslucía cierta esquizofrenia, bien interpretada por los pianistas, que se movían sinuosamente por las teclas del instrumento.

La sonata para dos pianos en re mayor K 448 de Wolfgang A. Mozart fue la segunda pieza. Los músicos se contestaban como si fueran uno solo, sin que se percibieran huecos que nos descubrieran que quienes tocaban eran dos instrumentistas y no uno solo. La precisión y la pureza de ambos era notable en esa delicadeza que caracteriza las obras del compositor austriaco. En ocasiones parecía que, en esa conversación musical, los intérpretes se conocían tan bien, que enlazaban las frases el uno con el otro. Las manos de Argerich hacían pausas de vez en cuando sobre las teclas, tranquilas, como pensando en su siguiente movimiento, aguardando a recibir el impulso que las echaría a volar de nuevo. El segundo movimiento, con esa disonancia particular del tema que parece asemejar los armónicos del cristal al chocar las copas, se acompañaba de un bajo sencillo, esa sencillez tan peliaguda de Mozart, que pasaba de la mano izquierda de uno a la de otro casi sin darnos cuenta. Era asombroso cómo convivían los caracteres en una y otra mano de manera tan contrastada. Mientras la izquierda sucumbía a la oscuridad fría y huraña con un timbre afilado en la notas, en la derecha tejía una suerte de tibieza luminosa y tierna.

Tras el descanso llegó el turno de las Danzas Sinfónicas, o Danzas Fantásticas, de Serguéi Rachmaninov. El primer movimiento Non allegro, originalmente Mediodía, comenzaba con una introducción enérgica para luego balancearse, como en un columpio, en una sencilla melodía que cogía Goerner y a la que más tarde daba color Argerich. Los agitados ritmos que caracterizan estas danzas, y que pueden recordar a la

Consagración de la primavera o al estilo de Prokofiev, son propios de un Rachmaninof tardío que, probablemente, empleó para la composición de esta obra las ideas que se entretejieran ya para un inacabado ballet que empezó en 1914, Los escitas, y que no llegó a ver la luz por la partida del compositor de Rusia. Las danzas se concibieron para ser bailadas. De hecho, Rachmaninov se carteó con el coreógrafo Mikhail Fokine, quien se mostró entusiasmado ante la propuesta de un ballet. Sin embargo, la muerte de Fokine en 1942 hizo imposible llevar a cabo el proyecto.

La segunda danza, Crepúsculo, o Andante con moto (Tempo di valse), simboliza los años desde el cambio de siglo a la Revolución Rusa de 1917. Argerich y Goerner llevaron la música a la máxima tensión, como si estiraran una cuerda hasta su límite antes de volver a caer en ese vals con tintes macabros y reptar, una vez más, a toda velocidad, por las teclas del piano. En la última danza, Medianoche, hay claras referencias del Dies Irae y a una de las obras predilectas del compositor, Las vísperas. Tanto Argerich como Goerner dejaron ver su virtuosismo como percusionistas, llevando al clímax la música para bajar después a una breve tregua, de la que volvieron a partir remolinos enérgicos y vivaces.

Como apunte, así como en otras ocasiones el programa de mano nos ha sorprendido por lo bien hilado, esta vez estuvo falto de conexión entre las obras y pobre en cuanto a explicaciones, algo que no contribuyó a que el público conectara como pudo haberlo hecho. Tampoco ayudó el hecho de que los músicos no dedicaran a su audiencia ni unas breves palabras, ni tan siquiera para presentar sus bises.

Si bien el concierto fue haciéndose cada vez más interesante, lo cierto es que no empezó con toda la fuerza que habríamos esperado. En momentos, la energía que otras veces desprende Argerich parecía coartarse con el apoyo que en ocasiones le faltaba por parte de su compañero. En el Scaramouche de Darius Milhaud, uno de los dos bises que nos regalaron, esa energía que nos faltó durante el concierto centelleó por un momento y nos fuimos a casa con un buen sabor de boca.


Revista RITMO  DdA, XVIII/5136

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