Alicia Población Brel
Una cola serpenteante se engrosaba en la plazoleta
de la entrada del Auditorio Nacional la pasada tarde del 3 de abril.
No era para menos, la sala sinfónica acogía a la gran pianista argentina Martha Argerich y a su compatriota Nelson Goerner.
Recibidos ambos con calurosos aplausos, se sentaron en sus butacas. Al
tiempo, Argerich dejó notar su incomodidad ante la altura de su asiento. Se
tomaron su tiempo para solucionar el asunto haciendo un definitivo cambio de
banquetas. Con la misma parsimonia, y ya avanzada la primera obra, Argerich se
quitó con una mano la mascarilla, como si no supusiera para ella una
desconcentración en lo más mínimo.
La obra En blanc et noir de Claude Debussy mostró esos
claroscuros que inundaban la vida del compositor francés durante la crisis
creadora que sufrió tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. En la
música, que brotaba de los dedos de los músicos, se hacía sentir ese peso, esa
sombra que acechaba en todo momento los rincones de la obra. Cada uno de los tres
movimientos estaba dedicado a una persona determinada que, en aquel difícil
momento que vivía Debussy, es de esperar que tuviera cierta presencia. El
último, dedicado a Stravinsky, traslucía cierta esquizofrenia, bien
interpretada por los pianistas, que se movían sinuosamente por las teclas del
instrumento.
La sonata para dos pianos en re mayor K 448 de Wolfgang A. Mozart fue la
segunda pieza. Los músicos se contestaban como si fueran uno solo, sin que se
percibieran huecos que nos descubrieran que quienes tocaban eran dos
instrumentistas y no uno solo. La precisión y la pureza de ambos era notable en
esa delicadeza que caracteriza las obras del compositor austriaco. En ocasiones
parecía que, en esa conversación musical, los intérpretes se conocían tan bien,
que enlazaban las frases el uno con el otro. Las manos de Argerich hacían
pausas de vez en cuando sobre las teclas, tranquilas, como pensando en su
siguiente movimiento, aguardando a recibir el impulso que las echaría a volar
de nuevo. El segundo movimiento, con esa disonancia particular del tema que
parece asemejar los armónicos del cristal al chocar las copas, se acompañaba de
un bajo sencillo, esa sencillez tan peliaguda de Mozart, que pasaba de la mano
izquierda de uno a la de otro casi sin darnos cuenta. Era asombroso cómo
convivían los caracteres en una y otra mano de manera tan contrastada. Mientras
la izquierda sucumbía a la oscuridad fría y huraña con un timbre afilado en la
notas, en la derecha tejía una suerte de tibieza luminosa y tierna.
Tras el descanso llegó el turno de las Danzas Sinfónicas, o Danzas Fantásticas, de Serguéi Rachmaninov.
El primer movimiento Non allegro, originalmente Mediodía, comenzaba
con una introducción enérgica para luego balancearse, como en un columpio, en
una sencilla melodía que cogía Goerner y a la que más tarde daba color
Argerich. Los agitados ritmos que caracterizan estas danzas, y que pueden
recordar a la
Consagración de la primavera o al estilo de Prokofiev,
son propios de un Rachmaninof tardío que, probablemente, empleó para la
composición de esta obra las ideas que se entretejieran ya para un inacabado
ballet que empezó en 1914, Los escitas, y que no llegó a ver la luz por la partida
del compositor de Rusia. Las danzas se concibieron para ser bailadas. De hecho,
Rachmaninov se carteó con el coreógrafo Mikhail Fokine, quien se mostró
entusiasmado ante la propuesta de un ballet. Sin embargo, la muerte de Fokine
en 1942 hizo imposible llevar a cabo el proyecto.
La segunda danza, Crepúsculo, o Andante con moto (Tempo di valse), simboliza los años
desde el cambio de siglo a la Revolución Rusa de 1917. Argerich y Goerner
llevaron la música a la máxima tensión, como si estiraran una cuerda hasta su
límite antes de volver a caer en ese vals con tintes macabros y reptar, una vez
más, a toda velocidad, por las teclas del piano. En la última danza, Medianoche, hay
claras referencias del Dies Irae y a una de las obras predilectas del
compositor, Las vísperas. Tanto Argerich como Goerner dejaron
ver su virtuosismo como percusionistas, llevando al clímax la música para bajar
después a una breve tregua, de la que volvieron a partir remolinos enérgicos y
vivaces.
Como apunte, así como en otras ocasiones el programa de mano nos ha
sorprendido por lo bien hilado, esta vez estuvo falto de conexión entre las
obras y pobre en cuanto a explicaciones, algo que no contribuyó a que el
público conectara como pudo haberlo hecho. Tampoco ayudó el hecho de que los
músicos no dedicaran a su audiencia ni unas breves palabras, ni tan siquiera
para presentar sus bises.
Si bien el concierto fue haciéndose cada vez más interesante, lo cierto
es que no empezó con toda la fuerza que habríamos esperado. En momentos, la
energía que otras veces desprende Argerich parecía coartarse con el apoyo que
en ocasiones le faltaba por parte de su compañero. En el Scaramouche de
Darius Milhaud, uno de los dos bises que nos regalaron, esa energía que nos
faltó durante el concierto centelleó por un momento y nos fuimos a casa con un
buen sabor de boca.
Revista RITMO DdA, XVIII/5136
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