Foto de Evaldas Ivanauskas
El poeta Miguel Hernández (1910-1942) fue víctima de una guerra, falleciendo en una cárcel de la dictadura franquista, y escribió uno de los más intensos poemas contra la guerra que se pueden leer en la literatura universal. Conviene leerlo o releerlo en unas circunstancias como las actuales, cuando en un continente que soportó dos grandes y muy crueles guerras se respira una atmósfera ajena al espíritu pacifista que aconseja la propia historia de Europa. Un gran coro mediático está haciendo renacer en nuestro continente un ardor guerrero que no se recordaba desde la primera de esas terribles guerras. El exministro español Josep Borrel, máximo representante de la diplomacia europea, ha dicho que estamos en guerra y que "nos acordaremos de quienes no están a nuestro lado". Con este poema de Miguel Hernández le respondemos a Borrell, por si se siente aludido en su conciencia, que estamos y estaremos siempre en guerra contra la guerra. "Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen":
Todas las madres del mundo,
ocultan el vientre, tiemblan,
y quisieran retirarse,
a virginidades ciegas,
el origen solitario
y el pasado sin herencia.
Pálida, sobrecogida
la fecundidad se queda.
El mar tiene sed y tiene
sed de ser agua la tierra.
Alarga la llama el odio
y el amor cierra las puertas.
Voces como lanzas vibran,
voces como bayonetas.
Bocas como puños vienen,
puños como cascos llegan.
Pechos como muros roncos,
piernas como patas recias.
El corazón se revuelve,
se atorbellina, revienta.
Arroja contra los ojos
súbitas espumas negras.
La sangre enarbola el cuerpo,
precipita la cabeza
y busca un hueco, una herida
por donde lanzarse afuera.
La sangre recorre el mundo
enjaulada, insatisfecha.
Las flores se desvanecen
devoradas por la hierba.
Ansias de matar invaden
el fondo de la azucena.
Acoplarse con metales
todos los cuerpos anhelan:
desposarse, poseerse
de una terrible manera.
Desaparecer: el ansia
general, creciente, reina.
Un fantasma de estandartes,
una bandera quimérica,
un mito de patrias: una
grave ficción de fronteras.
Músicas exasperadas,
duras como botas, huellan
la faz de las esperanzas
y de las entrañas tiernas.
Crepita el alma, la ira.
El llanto relampaguea.
¿Para qué quiero la luz
si tropiezo con tinieblas?
Pasiones como clarines,
coplas, trompas que aconsejan
devorarse ser a ser,
destruirse, piedra a piedra.
Relinchos. Retumbos. Truenos.
Salivazos. Besos. Ruedas.
Espuelas. Espadas locas
abren una herida inmensa.
Después, el silencio, mudo
de algodón, blanco de vendas,
cárdeno de cirugía,
mutilado de tristeza.
El silencio. Y el laurel
en un rincón de osamentas.
Y un tambor enamorado,
como un vientre tenso, suena
detrás del innumerable
muerto que jamás se aleja.
DdA, XVIII/5099
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