Félix Población
En la modesta vivienda de mis abuelos donde crecí, próxima al edificio de Correos que permanece en la Plaza del 6 de agosto desde hace casi un siglo (data de 1928), no había una especial afición por escribir cartas, pero en aquellos años la correspondencia epistolar era el modo más barato de acercarse a los ausentes, por lo que había una cierta familiaridad en acudir hasta los buzones instalados en la Cuesta de Begoña.
Recuerdo que fue esa una de las misiones que se me encargaba en casa cuando iba camino del Grupo Escolar Jovellanos, del que siempre recordaré como maestro a don José Suárez, que tomaba bicarbonato a primera hora de la tarde, casi al tiempo que nos caligrafiaba en el encerado la consigna nacional-católica del día. Fue con don José con quien sentí el primer regusto por el teatro, al escenificar en el aula la mítica escena en la que el alto mando romano da la réplica a los asesinos de Viriato, el aguerrido pastor lusitano, con aquello de "Roma no paga a traidores".
Del edificio de Correos de Gijón, construido según proyecto de los arquitectos Joaquín Otamendi y Luis Lozano Losilla en estilo que llaman montañés, lo que más tuve presente durante mi primera niñez no era su armoniosa torre hexagonal o la portada del edificio sobre la que hay un escudo labrado en piedra, sino los peculiares buzones en bronce, conformados como cabezas de león, por cuyas bocas se introducía la correspondencia según los distintos destinos: local, provincial, nacional y extranjero. A lo largo de aquellos años pasaron de ser mi punto de contacto epistolar con los Reyes Magos, siempre con la fascinación de imaginar la larga ruta de mis cartas hacia el lejano Oriente, al primer destino de mi ocasional trabajo como recadero familiar. Me gustaba tanto advertir el deslizamiento de las cartas buzón adentro que me habría gustado escribir muchas para repetir más a menudo la tarea.
Aparte de esa circunstancia personal, hay otras dos ligadas con ese edificio: el día en que encontré un "duro grande" en las escaleras de acceso al interior y la vez en que compré mi primer periódico en el puesto de madera pintado de verde que había adosado a la fachada que da a la calle de Los Moros, cerca de la entrada. No más de cuatro o cinco años tendría en el primer caso y nueve o diez a lo sumo cuando compré el diario Marca para informarme de la jornada futbolística dominical. Compartí esa primera lectura con mi amigo Emilio Díez, con el que también leía El capitán Trueno cada viernes a la vuelta del cole.
El "duro grande" (moneda de cinco pesetas en aquel tiempo) fue la expresión que utilicé cuando le mostré a mi abuelo un billete de cien pesetas caído en las escaleras exteriores del edificio y que supongo debió acabar en su bolsillo porque ese día hubo pasteles en casa y eso era algo que solo ocurría en ocasiones muy señaladas. La expresión del “duro grande” la utilicé, según contaba mi madre, para explicar la razón del dulce postre imprevisto que mi abuelo solo confirmó después.
Lo del periódico puedo decir que marcó en cierto modo el vislumbre de mi vocación profesional. A mi interés por el fútbol uní posiblemente desde aquel día la seducción por hacer crónicas deportivas y por el olor a tinta de la letra impresa. Pasados unos pocos años, compraba en ese mismo quiosco el diario ABC de los domingos, con portada a color, para leer en voz alto las noticias más curiosas como si fuera un locutor de radio.
Algo les debo de lo que soy a las bocas postales de los leones y al quiosquillo de Correos, sobre cuyo hueco vacío se impone por ahora mi memoria.
*MiGijón DdA, XVIII/5078
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