Jaime Richart
He bebido en las fuentes de Ortega y Gasset desde edad intelectivamente muy temprana. La “España invertebrada” fue para mí una obra de cabecera a medida que iban desfilando ante mí a lo largo de los años, todos los fenómenos sociales y de psicología social durante la dictadura. Y después, a partir de la construcción en falso de los cimientos del nuevo régimen allá por los años 1978. Sin embargo creo que algunas ideas correspondientes a un estrato más hondo que el de los “errores y abusos políticos”, como es la del “particularismo”, que tiene una expresión tanto política (con los movimientos separatistas catalán y vasco) como social (con la especialización de los gremios y las profesiones), en cierto modo está superada. Pues ese particularismo es efecto y no causa de la desmembración real de un país cuyos “particularismos” están siempre adosados, nunca soldados.
Desde entonces, lo que por dentro hemos aprendido, leído y oído, y lo que seguimos leyendo y oyendo hasta hoy mismo de España, al margen de las reflexiones orteguianas, ha sido y siempre es, un relato tosco, paleto, cutre, grandilocuente, endogámico y pueblerino en el sentido más despectivo de la palabra. Todo cuanto se relata, por dentro, de lo español, del español, de la sociedad española y de su historia es antipático, sombrío, truculento, falseado constantemente. Quizá por eso, pocas cosas de España despiertan la íntima simpatía del extranjero, salvo su naturaleza y la afabilidad del pueblo.
Andando el tiempo, todo ello me ha parecido que debiera atribuirse al hecho de que la historia de la sociedad no da saltos ni presenta otros atajos en su evolución que las guerras entre naciones, en las que precisamente España no entró desde el siglo XVII. Pero no las guerras civiles; esas que, como la española, provocan es una involución difícilmente reparable. Desde donde mejor se divisa la verdadera imagen de España es desde América Latina. Desde allí, se advierte con más nitidez sus pasadas conquistas y genocidios, la interpretación sesgada del cristianismo que vomitó una aberración: la Inquisición; la hegemonía de ricos y potentados sobres los demás, descaradamente siempre fomentada por la jerarquía del cristianismo miserable; una dictadura de 40 años y ese no participar España en las dos guerras mundiales, termina todo proyectando hacia el exterior una imagen de España de constante atraso en lo social, en lo político y en lo moral, respecto a los países europeos. Todo lo que hace siempre imposible el pacto social, es decir, la compactación de la sociedad española girando alrededor de un eje diamantino celebrado por todos, porque no existe. Al decir de Mommsen que razona sobre la Roma eterna, el vacío de ese eje es la falta de un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en común”, como en Francia es la República.
Algo que se explica fácilmente por la eterna y proverbial erótica del poder allá donde se instala, pero también por el miedo sostenido de una sociedad mucho más acostumbrada a la opresión que a la libertad. Hasta tal punto me parece que esto es así, que la sociedad española nunca acabará de vivir en verdadera paz. El odio más o menos soterrado o a la luz del día la socava en ambas direcciones de manera permanente.
Ya sabemos que España y sus nacionalidades, reconocidas o no institucionalmente, son ricas y atractivas en muchos aspectos, principalmente en el de la visita o la permanencia de estancias más o menos largas (a lo que nos apuntaríamos todos). Lo que sí en cambio nunca deja de ser actual es el odio a los mejores y la escasez de estos. He aquí la razón verdadera del gran fracaso hispánico. El caso es que la impresión general que a distancia ha de producir España a los habitantes de otras naciones es la de una nación condenada al atraso; el atraso en cuanto a la imprescindible sintonía o empatía de la población entre sí, trascendiendo ideologías políticas y religiones, para convivir en una nación reconocible como respetable por el mundo entero.
DdA, XVIII/5076
No hay comentarios:
Publicar un comentario