No le conocí, no tengo ningún buen recuerdo que le
involucre a usted. Como todas las personas de mi edad, o eso creo, tuve que
leer algunas de sus obras en el colegio y el instituto. Qué quiere que le diga,
no estaban mal, aunque no las volveré a leer. Con el tiempo supe que había
otros autores, otras autoras, de su época, pero entonces solo aparecía Cela. El
Nobel español. Hay algo que sí le reconozco, y es que usted, Camilo José Cela,
era un tótem. Estaba, si no en todas partes —a partir de este siglo nos hemos
dado cuenta de que “todas partes” eran muchas más partes de lo que creíamos— sí
en el centro de la vida cultural del país, esto es, en los dos canales de
televisión, en los periódicos y en las revistas que estaban en la salita de
espera del dentista. Se le reían todas las gracias y escatologías, se le
aplaudía y se le consideraba un genio, en gran medida porque ganaron la Guerra
Civil y tenían la potestad de encantarse a sí mismos y considerarse siempre
geniales entre ustedes.
Esta semana, su viuda le ha enviado una carta y por eso, o porque
no tenía nada mejor que hacer, me animo a hacerlo yo también. Entiendo que
ella, Marina Castaño, piensa que la presencia de Cela hoy es como la de esos
retratos que dominan toda una habitación, que parecen seguir la mirada y los
pasos de la sociedad que usted dejó hace 20 años. No creo que lo sea. Ese
retrato está ya guardado, tapado por mantas y cartones. Pronto su nombre dejará
de existir fuera de los libros de texto y, no tan tarde, sus libros
desaparecerán de los currículos escolares. Se lo digo sin ira ni acritud. Usted
ya no forma parte de la vida cultural del país porque este, como recita su
viuda, ha cambiado mucho en estos 20 años. Y porque, mal que bien, ya no se
rinde pleitesía a los ganadores de la guerra, incluso aunque sigan teniendo el
poder y el dinero. Usted sería considerado hoy eso que las feministas llaman
“señoro” —o quizá un machirulo— y eso es una prueba de que en nuestro presente
la gente como Cela no es la única que tiene vía libre para inventarse el
lenguaje. Aunque eso les duela y les aterre.
En la carta que le han enviado hay un resumen de lo
que ha pasado en estas dos décadas y, qué quiere que le diga, no es fácil
coincidir menos con Marina Castaño. Pero como ella empieza por el día después
de su muerte, vamos a hacer lo mismo. Solo un año después de que usted muriera,
en 2003, se produjeron las mayores manifestaciones contra la guerra que han
tenido lugar en este país. Eso dio comienzo al fin de la bella época, según el
criterio de su viuda. Ya le digo que no puedo estar más en contra.
Y no es que la guerra, las guerras, hayan parado en
este tiempo (siguen las de Mali, Yemen, Afganistán o la propia Iraq) pero sí
creo que hay algunas amenazas y algunos conflictos que tienen la capacidad de
cambiar las sociedades en mayor medida que otros. Afortunadamente, el rechazo a
la guerra de Iraq cambió un poco la historia de nuestro país. Es normal que a
alguien como usted, a quien la historia le salió como le dio la gana, eso no le
gustara.
Precisamente esta semana ha comenzado la campaña
contra la guerra que puede tener lugar entre Rusia y la OTAN. No es tan
probable como parece, pero eso no ha impedido que el Ministerio de Defensa haya
aprovechado para movilizar una fragata y para ofrecer cazabombarderos por si falla,
o se hace fallar, a la diplomacia. Posiblemente Margarita Robles es la única
ministra a la que usted o su médium, Marina Castaño, valoraría bien, como una
ministra “de las de antes” (aunque antes, durante 39 años, no
hubiera ministras).
Hay en la carta, y eso resulta también interesante,
una alusión al rey Juan Carlos “que tanto lo quisiste” y a su exilio en Abu
Dabi. Y es interesante porque esta semana Interpol ha emitido una orden de
detención sobre Abdul Rahman El Assir, otro “amigo” del Borbón, a quien los
medios benévolos se refieren como mercader de armas porque traficante puede
sonar demasiado grueso, o puede dar lugar a una llamada al medio de comunicación
que saca la noticia. Vaya usted a saber, señor Cela: la relación entre la Casa
Real y la prensa no ha cambiado tanto en 20 años.
Además, al margen de la obligación escolar, su
aparición definitiva en nuestras vidas fue un anuncio en el que le ofrecían
unas gachas, y el anuncio era de Campsa, la vieja compañía estatal de petróleo
que absorbió Repsol, responsable esta semana de un vertido tremebundo en Perú. Y cuando uno
habla de la venta de petróleo en este país, inevitablemente vuelve a pensar en
el rey Juan Carlos, en las comisiones que hizo, y en aquel tiempo en el que
todo parecía fluir tan bien, cuando la energía parecía inagotable y todos eran
amigos sin comillas y sin presuntos. A usted, que fue censor y
senador durante el Franquismo, el rey le hizo marqués. Vaya, no se ofenda si le
relaciono con toda esa política cojonuda.
Le decía que estas cartas, estos recuerdos, son así. A veces un resumen de
noticias; otras, una retrospectiva; las más, una pérdida de tiempo. Por alguna
razón, el hecho de que su viuda le haya querido contar cómo está el país me ha
llevado a contárselo desde mi punto de vista, que desde luego no es el del
ganador de ninguna guerra. Si yo he tenido que convivir con ese retrato que
quisieron colgarnos sobre la chepa no creo que sea mucho abuso mandarle una
carta, a sabiendas de que no se la va a leer. Lo contrario sería, desde luego,
una verdadera sorpresa.
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