Pablo Elorduy
No
hay modo efectivo de contener un hype. Hay que explicar el
concepto (hype) pero no el fenómeno. La palabra, estadounidense, proviene de
hipérbole. El hype es lo exagerado, lo que por sí solo crea expectación y atrae
la atención sin esfuerzo. No es posible detener un fenómeno de estas características,
solo tratar de refutarlo con pasión o apuntarse a él con pasión. Eso no
significa que ese hype llegue a toda la gente, pero sí que no hay otro que
ocupe su lugar: ninguna persona escoge cuál será la próxima hipérbole política,
puede ser creada artificialmente, pero no por cualquiera, y no funcionará del
todo si detrás no hay algo que enganche genuinamente (Albert Rivera es un
ejemplo de construcción fallida de liderazgo).
En este ciclo posiblemente no ha habido
ninguna de tanto impacto como Manuela Carmena —al menos en Madrid, que es
hablar de mucho impacto—. Las hipérboles políticas del año que termina han
sido Isabel Díaz Ayuso y Yolanda Díaz. Ellas han rejuvenecido la querella entre
la derecha y la izquierda. Han opacado a sus respectivos superiores políticos y
proyectado sus liderazgos antitéticos.
El jueves fue el día de Yolanda Díaz.
Los tiempos permitieron que su principal objetivo como ministra llegase unas
pocas horas después de un error mayúsculo de Pedro Sánchez con la reimposición
de la mascarilla al aire libre. La ministra de Trabajo ha abrochado finalmente
el acuerdo para la reforma laboral. En las últimas semanas ha desaparecido la
idea de que se trataba de una derogación de esa reforma, no así la sensación de
que el menos interesado en el acuerdo era la patronal CEOE, a la que la derecha
ya ha colgado la etiqueta de traidora y criptocomunista.
La principal victoria de la ministra ha
sido, sin embargo, conseguir salir indemne de la trampa que a mediados de
octubre le planteó Pedro Sánchez con la colaboración de Nadia Calviño. Díaz
desactivó el marco de que la reforma era demasiado osada, simplemente porque
nadie creyó nunca que lo fuera. En la negociación nunca se llegó a plantear una
vuelta a la indemnización por despido perdida por la reforma de 2012. Tampoco
la recuperación de los salarios de tramitación, una cláusula contra la
arbitrariedad desaparecida en combate tras la crisis de 2008, nunca del todo
superada. Es decir, el despido seguirá siendo libre y asequible para los
empresarios.
La reforma de Díaz será positiva para las personas con contratos temporales encadenados de manera fraudulenta —se calcula que 1,5 millones de personas— y perjudicará a las empresas que quieran imponer un salario por debajo de las condiciones estándar.
Son medidas que, de no contar con la figura de Díaz, serían presentadas como un avance discreto tras una cascada de concesiones que parece no tener fin. Un empatito en el tiempo de descuento arrancado a unos Estados europeos, y muy especialmente el español, que no pueden permitirse las cifras de desempleo del ayer y sí (recomendado por los organismos competentes) el subempleo. Un 48% de la población está en situación precaria, bien por los bajos salarios o por una combinación de elementos que incluyen la temporalidad o la sobrecualificación como los factores típicos. Otro cuarto de la población corre el riesgo de precariedad. Para el tercio que vive sin agobios, la oferta es la seguridad securitas, antes que la seguridad de un empleo de calidad que ya tienen.
Hace tiempo que la responsabilidad de
esa ruptura en la correlación tener un trabajo y tener seguridad en la vida no
corresponde al ministerio de Trabajo —en ningún lugar de Europa— si no al de
Economía. No hay que subestimar, sin embargo, la carga de emoción y convicción
que despliega la ministra de Trabajo, que ha sido capaz de espantar la idea de
que su cartera es una de las superfluas o folclóricas de cualquier Gobierno —
más aún después del desgajamiento de la Seguridad Social aprobado en el pacto
de Gobierno de 2019— y, a través de los ERTE, presentarla como más importante
de lo que ha sido en los últimos 40 años. Un Ministerio del que es posible
esperar que no actúe exclusivamente para facilitar victorias al 28% de
asalariados top o para el rentismo. Por limitadas que sean sus atribuciones.
En un año, la reforma puede ser la
acreditación electoral de una líder que no cuenta con una organización detrás y
sí con su baraka, su carisma. Una cosa sin la otra no suelen funcionar del
todo, pero esa es otra historia.
Pese a que el viernes han
aparecido fundamentadas críticas a la reforma laboral
y al significado real de los ERTE como un blindaje para las empresas, la
penúltima semana ha sido francamente buena para Díaz. Los datos de diciembre del CIS muestran que la
política gallega puede seducir al espacio de Más País y tiene campo para correr
entre los votantes del PSOE. Más importante desde el punto de vista táctico ha
sido la sustitución que ha tenido lugar en el Ministerio de Universidades. El
prestigioso, pero inadvertido como ministro de Unidas Podemos, Manuel Castells
ha cedido el paso a Joan Subirats, un referente intelectual de los Comunes, con
capacidad para participar en el diseño de un programa socialdemócrata solvente.
Es el enlace que faltaba con el proyecto de Ada Colau, que hoy aparece como el
principal apoyo de Díaz en la búsqueda de un cuarto político-organizativo
propio.
Si la presidenta de la Comunidad de
Madrid es hoy el hype que arrastra y deja sin energía a la población que se
considera o es considerada de izquierdas —esa categoría resbaladiza que sigue
funcionando a fin de cuentas—, la ministra de Trabajo ha emergido en el último
medio año como campo gravitatorio alternativo al de Díaz Ayuso. Como una buena
hipérbole de nuestros días, Yolanda Díaz tiene la capacidad de aumentar
con cada gesto su número de genuinos creyentes, que confrontan a sus aun
minoritarios haters en el campo inagotable y casi siempre vacío de la
“ilusión”.
No hay manera de hacer desaparecer un
hype, así que a estos últimos solo les queda esperar que termine el fenómeno
—todo lo hiperbólico deja un día de serlo— y trabajar con acierto bien para
colocar a sus propias figuras carismáticas, bien para que llegue un día en el
que el liderazgo se ejerza de manera colegiada y colectiva, un día en el que no
sean necesarias las hipérboles. Esa última posibilidad es contracíclica y
extraña, muy difícil de poner en marcha; pero eso ya lo sabíamos antes que
apareciera Yolanda Díaz y, desde luego, no se le puede responsabilizar de la
adicción al carisma y a los símbolos que gastamos.
El Salto DdA, XVII/5049
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