Félix Población
Estábamos en las postrimerías de la dictadura y el diario El
Comercio de Gijón, decano de la prensa asturiana, todavía se publicaba
en el formato sábana que tan incómodo se me hacía de leer cuando lo hojeaba con
muy pocos años, porque mi afición por los periódicos fue bastante precoz.
La página que ilustra este artículo, Gijón por dentro,
era una de más visitadas por los lectores por su cartelera de espectáculos. Se
consultaba, sobre todo, los días de lluvia, tan frecuentes durante buena parte
del año. Las diez salas que aparecen son las mismas que en los años sesenta, durante
mi niñez y adolescencia, a las que habría que añadir las ya desparecidas: la
del popular y viejo cine Los Campos, con sus sesiones familiares de domingo,
la del Roma, en la calle Los Moros, que ofrecía películas en sesión continua, o
la del Avenida, con su programación doble, donde me topé con Úrsula Andress
en Desde Rusia con amor, sin tener la edad requerida para tan
carnal encuentro visual.
El nombre de cada uno de los filmes visionados en estas salas está unido a las personales
circunstancias biográficas de cada cual, por lo que esta página de Gijón por dentro es en cierto modo una página
fundamental también de nuestra primera memoria. En mi caso, aparte de ese James
Bond con licencia para matar, no puedo eludir una referencia por razones de
preferencia a la sala Brisamar, en Cimavilla, donde tanto me angustié con Repulsión (1965), de Polanski, film al que debo
mi cinefilia.
Dentro de esa página del periódico local está también nuestra
natural curiosidad por el sexo prohibido y las películas para mayores con
reparos o gravemente peligrosa, según la calificación moral de espectáculos establecida
al efecto por régimen nacional-católico a través de la Junta Superior de
Censura Cinematográfica, creada en Salamanca en 1937. Su objetivo consistía
en origen en “revisar o censurar debidamente todas las cintas cinematográficas
que tengan entrada o se impresionen en la zona nacional expidiendo un
certificado de las que puedan proyectarse”. Quedaban prohibidos en todo o en
parte los filmes que tuvieran carácter de
propaganda social, política o religiosa y fueran contrarias a la moral o a las
ideas del viejo régimen.
Si esto se propuso de raíz el propio régimen
victorioso de la masacre, mucho más allá fue la iglesia católica en el genio y
figura de obispos tan retrógrados como monseñor Oleachea, que lo fue de
Pamplona en los años cuarenta, para quien los cines eran "tan grandes
destructores de la virilidad moral de los pueblos, que no dudamos que sería un
gran bien para la Humanidad el que se incendiaran todos… En tanto llegue ese
fuego bienhechor, ¡feliz el pueblo a cuya entrada rece con verdad un cartel que
diga: ¡Aquí no hay cine!”.
Cuentan quienes estudiaron la censura
cinematográfica que durante los primeros años de la dictadura franquista no se
podía citar en la propaganda los nombres de aquellas figuras del séptimo arte
que en algún momento se manifestaron públicamente a favor de la República en su
lucha contra el fascismo. En concreto había 29 estrellas de la pantalla
fichadas por ese motivo, desde Charles Chaplin a Bette Davis o Joan Crawford.
La película El gran dictador, dirigida e interpretada por el
primero, estuvo prohibida durante 35 años. Hasta algún film para público
juvenil, como La gran aventura de Tarzán
(1959), de John Guillermin, no fue autorizado para menores porque el cuerpo
semidesnudo del popular héroe selvático “podía desviar peligrosamente la
atención de los adolescentes de sexualidad femenina” (cita literal).
Celebro que, después de haber desaparecido por
unos años, hayan vuelto a Gijón las salas de cine, y que la cartelera de espectáculos
pueda ocupar otra vez la atención del respetable, si es que el cine per se le gana la partida al doméstico
en uso y abuso. Solo en la oscuridad concentrada de las salas se hace verdad
aquello que cantaba nuestro recordado Aute: que toda la vida es cine y los
sueños cine son.
MiGIJÓN.COM DdA, XVII/5030
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