Alicia Población / Fotografías: Fernando Tribiño /
Madrid Destino
“Feeling blue”, es una expresión empleada por los
angloparlantes para referirse a un estado melancólico tendente a la tristeza.
No se sabe si por esta razón quizá se designara blues al blues, al ser esta una
música cargada de intenso y sufrido sentimiento.
Cuando el pasado jueves 11 de Noviembre el guitarrista
africano Lionel Loueke salió al escenario del Fernán
Gómez Centro Cultural de la Villa, el color con el que el encargado de
luces de la sala Girau decidió envolver al músico durante
prácticamente todo el concierto programado en el Festival de Jazz de
Madrid fue el azul. Quizá por el imaginario colectivo que nos conecta
con la sinonimia de las emociones, quizá por el aire pausado y reflexivo con el
que Loueke caminó hasta la silla que le esperaba en medio del escenario, en el
patio de butacas se respiró ese aroma de intensidad sosegada que, lejos del
decaimiento anímico, se acercaba a la introspección melómana. Con voz grave y
tranquila, el guitarrista se presentó y nos habló de lo que tocaría: todo un
homenaje a su mentor, Herbie Hancock, que ya hizo con su último
disco, HH, en el cual toma las composiciones más conocidas del
legendario pianista y hace sus propias versiones desde una perspectiva fresca e
innovadora.
A sus pies descansaba una pedalera con la que logró
confundirnos sacando timbres de kalimbas y unos ecos que parecían rebotar en el
agua. De la penumbra de esa selva fue saliendo un sonido más conocido, una
guitarra, tocando un ostinato incansable al que Loueke seguía de cerca con la
voz. De vez en cuando, asomaba una contramelodía o sonidos guturales
provenientes de unas profundas consonantes que el músico chasqueaba con la
boca. Los sonidos fueron encadenándose en una atmósfera cercana a lo
psicodélico, creando una música galáctica con frecuencias que se disparaban
enfebrecidas entre agudos y graves de forma aleatoria. Poco a poco se fueron
ordenando hasta resultar una fuga a tres voces con solo un guitarrista. Quizá
en algún momento pudo resultar demasiado denso, pero lo cierto fue que el pálpito
constante, ese ritmo interno común a los seres humanos como el respirar o el
latir del corazón, se mantuvo impertérrito en lo profundo de la interpretación
de Loueke. No había momento que te hiciera perder la atención, como si en vez
de ser meros oyentes fuéramos pasajeros de un tren del que no pudiéramos bajar.
Con Tell me a bedtime story la sala entró en una especie de trance. Los acordes de la balada se mecían en una voz llena de aire y calma. Si bien habíamos empezado escuchando las raíces más profundas del músico, Dolphin dance dejó ver su lado más jazzístico. La armonía se complicaba en acordes inesperados que llegaban desde el intelecto saltando por el mástil. Con Butterfly, Loueke echó a caminar un loop sobre el que improvisó percusiones con el cuerpo de su instrumento. Los ritmos se acoplaron al ostinato incansable y, cuando el set estuvo listo, empezó a improvisar con sonidos lejanos a lo acústico y con los dedos de nuevo al filo de su voz. Al tiempo, volvieron a sonar las consonantes a modo de sección rítmica logrando un dúo de cuerdas y alientos. El tempo regular se fue desviando imperceptiblemente a un groove irregular difícil de seguir si no era con los cinco sentidos.
Nadie se creyó que, tras apenas una hora de concierto,
fuera a terminar con Cantaloupe Island. Ya con este tema la
atmósfera azul del principio volvió a dejarse sentir para terminar de aparecer
por entero con uno de sus bises. En él entonó un canto en lengua africana, dedicado a aquellas personas que nos habían dejado en estos dos últimos años. En
un segundo bis, se atrevió a sugerirnos nuestra colaboración metiéndonos más y
más en esa burbuja blue.
*Reseña crítica públicada en la revista Más Jaaz Digital
DdA, XVII/5026
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