jueves, 25 de noviembre de 2021

SOBRE DEMÓSTENES Y UNA LAVANDERA BLANCA O AGUZANIEVES


Leticia Gondi

Dicen los entendidos en la materia, que los sofistas, del griego [sophía], «sabiduría», y [sophós], «sabio», fueron los primeros docentes de la historia. Pensadores y maestros de retórica, que desarrollaron su actividad en la Atenas democrática del siglo VI al IV antes de Cristo. La retórica, o «ciencia del discurso», otorgaba a este una finalidad persuasiva, teniendo como objeto primigenio los asuntos generales del momento, para devenir, de manera natural, hacia la teoría literaria. Fue, por ende, junto a la filosofía o «arte de pensar», la primer asignatura conocida.

Hoy en día, la retórica es disciplina relativa al campo de conocimiento de la literatura, la política, la publicidad, el periodismo, la educación, las ciencias sociales, el derecho o la música, ocupándose de estudiar y de sistematizar procedimientos y técnicas de utilización del lenguaje con fines no sólo comunicativos o persuasivos, sino puramente estéticos. Vamos, que podríamos afirmar sin riesgo a equivocarnos que el mundo es susceptible de cambiar en tanto quienes dominan la retórica emprenden obrar dicho cambio o trabajar al servicio del mismo.

Pues bien, de aquellos oradores pioneros, Demóstenes fue posiblemente el más capaz y brillante. Nacido en el 384 antes de Cristo, a escasos kilómetros de Atenas, en la villa donde su progenitor, propietario de un taller de armas, "ocupaba", al menos, a medio centenar de esclavos, atestiguaron sus coetáneos que apenas contando este la edad de siete años feneció su padre, aquejado de varias dolencias, no sin antes designar a tres tutores, elegidos de entre sus familiares de mayor confianza, como fideicomisos que habrían de administrar los bienes del heredero hasta la fecha en que el mismo, alcanzase la mayoría de edad. Sin embargo, Áfobo, Demofonte y Terípides, que así se hacían llamar, lejos de administrar, dilapidaron gozosamente la práctica totalidad del patrimonio a su cargo; a saber, varias propiedades y catorce talentos, que equivaldrían a unos 350 000 lereles de la Grecia actual.

En tanto aquellos derrochaban su repentina e inmerecida abundancia, el joven efebo, provisto de un carácter e inteligencia únicos, iba instruyéndose conforme a su condición social, en la retórica. A la edad de dieciséis, Demóstenes asistió a un proceso judicial, saliendo de allí impresionado por la pericia del jurisconsulto y su capacidad oratoria. Evento que fijaría su rumbo a partir de entonces, hacia la teoría del derecho social. Lo que no podía imaginar en ese momento, es que el destino pondría a prueba sus conocimientos, habiendo de enfrentar las primeras circunstancias adversas con él mismo como actor y su herencia como caso, toda vez comprobó que su legítimo capital se había esfumado en manos de sus custodios. Tras un largo y tedioso litigio, discurso tras discurso, logró Demóstenes alzar su verdad, resarciendo una porción nada desdeñable del montante defraudado, restituyendo su honor, reconociéndosele públicamente el daño sufrido y ajusticiando, finalmente, a los infractores.

Dicen de él, que fue uno de los diez mayores logógrafos y oradores de la época, perfeccionando al máximo el tono del discurso; idealista, pasional, abundante, preparado, rápido. Cicerón lo aclamó como "el orador perfecto”. Algunos historiadores señalan que entre sus maestros se encontraron, en algún momento de su vida, Platón, Aristóteles, Teofrasto, o Xenócrates. Obsesionado con el conocimiento del mundo, hombre de acción y de palabra a partes iguales, no tardó en grajearse un nombre en el derecho y la política de la época, pasando a la historia como el orador por antonomasia, a través de sus discursos capaces de cambiar el devenir de los atenienses en una época convulsa, debido a la fuerte presión territorial ejercida por Macedonia, luchando contra su avance, férrea e incansablemente hasta su último ahíto. Aún en nuestros días sus arengas políticas son tomadas como modelo y sus discursos, inspiración para líderes mundiales, enmarcados con honores en el vademécum de la oratoria.

Al descanso de las clases del curso vespertino que realicé, de esto hace ya unos tres años, a cargo del docente de quién a continuación pretendo relataros, y cuyo nombre prefiero omitir, mientras en corrillo departíamos bocata y/o pitillo en mano, observé, al otro lado de la verja que daba desde la calle, acceso al recinto del centro de FP donde me hallaba, a un tipo dirigiéndose a la que parecía ser su pareja, en unos términos inaceptables, con muy malas formas, propinándole además, varios empujones en la acera por la que avanzaban a trompicones.Y que si eres una «hija de la gran puta», y que si «te voy a partir la puta cara», y que «tira pa casa, pedazo guarra», le gritaba. Todo esto, sea dicho, en el contexto de un polígono industrial ubicado a las afueras de Oviedo, sin apenas iluminación, a eso de las 19 horas, en invierno.

Sin pensarlo dos veces corrí hacia el portón y me asomé con intención de recabar más información.

—No me gusta ni un pelo lo que acabo de ver —compartí fatigada, nerviosa, a mi regreso al corrillo—, el tipo es violento, muy malas pintas, puede que vaya puesto, o borracho, la está avasallando, creo que deberíamos decirle algo, quizás incluso llamar a la policía, creo que deberíamos auxiliarla…

—¡Qué sea la última vez que abandonas el recinto en horario lectivo! —me increpó en la distancia, sin esperar siquiera a que llegase a su altura—, está totalmente prohibido, además, no eres nadie para meterte en estos menesteres, ¡qué se arreglen!, si te hubiese sucedido algo, la responsabilidad habría sido mía, has cometido una imprudencia grave, y por supuesto, no se te ocurra llamar a nadie y hacer el show, la policía no está para esas nimiedades…

Una vez en el aula, abochornada tras la humillación pública a la que aquel señor, mi formador, acababa de someterme, me puse a llorar. No era la primera vez que me hacía llorar, tampoco sería la última [lo de aquel curso merece relato aparte]. Como era de esperar, aprovechó para mofarse con inquina de mí, delante de toda la clase, —¡Hala, ahora llora un poco y monta el numerito! Yo lloraba con la cabeza hundida en el interior del cuello vuelto de mi jersey de lana, sin emitir sonido alguno, porque sí, lloro mucho, lloro en la misma medida que río, pero si puedo elegir, elijo llorar a solas. No tiemblo cuando de enseñar cacha, y quién dice cacha dice teta, se trata, pero lo de llorar según por qué motivo, según ante quién, se me antoja un acto terriblemente íntimo.


La semana pasada, una lavandera blanca, interrumpía la clase a la que asisto desde principios de mes, golpeándose insistentemente contra las ventanas del aula. Inquieta por una escena que no acababa de explicarme, disculpándome ante mis compañeras y profesora, me levanté del asiento y salí a la calle para comprobar por mí misma, qué estaba sucediendo. Es decir, qué empujaba al pequeño ave a tratar de atravesar los cristales con un vuelo torpe, frenético. Y una vez en el exterior, desde aquella nueva perspectiva, la respuesta se mostró límpida ante mis ojos en forma de espejos con forma de ventanas, mejor dicho, en forma de ventanas con acabado de espejo, para no dejar translucir a través de estos el aula, sino un cielo azul y radiante hacia el cual, la motacilla alba, trataba en vano de dirigirse.

A los pocos días Melania, la formadora en cuestión, visto que no había mañana que no recibiéramos su perturbadora, demoledora visita, con el desconcierto, ergo interrupción de la clase que este hecho acarreaba, con una sonrisa tan amplia que podía adivinársele bajo la mascarilla, ofreciéndome la hoja que acababa de arrancar del rollo de papel con el que limpiaba la pizarra, y un pequeño rollo de celo, me sugiere, —¿y si le ponemos un papel?Le devolví la sonrisa marcando cuanto pude mis patas de gallo, para hacer ostensible mi gratitud, con el entusiasmo de una adolescente, sorprendida ante un gesto que jamás hubiese esperado de un adulto, y salí volando hacia la calle, mientras concluía, que incluso más efectivo que pegar pliegos para disuadir al ave, sería pegar tiras, que agitadas por el viento propio de estas fechas, se harían más visibles. Desde entonces la lavandera, tomen nota ustedes, no ha vuelto. Asunto este que en días sucesivos nos llenaría, a todos, de orgullo y satisfacción.

Por encima de todas las personas que han formado parte de mi vida, profeso gran respeto y admiración a mis maestras y maestros; a quienes me han enseñado algo, por pequeño que esto fuese, de manera reglada o informal, directa o transversal, curricular o extraoficial. Y a todos ellos, incluso a este señor, les doy las gracias por cada aprendizaje puesto en mi haber.

Quizás, si el docente de mi primer relato, consciente este de su carente elocuencia, hubiese decidido instruirse en el arte de la retórica, o el sistema, a través de su articulado, le hubiese exigido alguna vez unos mínimos en ética u oratoria, como condición para desempeñar su profesión, en vez de avasallarme, quizás me hubiese tratado con el respeto que, ya no cualquier alumno, sino cualquier ser humano merece, a lo mejor, a pesar de mis nociones de responsabilidad ciudadana, me habría convencido de que mirar hacia otro lado era en aquel momento lo más sensato. Si ese día yo misma hubiese tenido los arrojos de Demóstenes, y la seguridad que se puede y se debe tener en una misma, quizás habría luchado con más ahínco por aquello que a mí se me antojaba de justicia, defendiendo alto y claro los derechos de aquella desconocida y defendiendo por tanto los míos y los de todas.

Dicen de los sofistas, que iban de polis en polis enseñando a sus habitantes a entender y practicar la política en pos de un mundo mejor integrado por mejores ciudadanos. Eran, en definitiva, maestros para la vida. Tras cuarenta años de discente, puedo presumir de haber tenido un ciento o más de maestras y maestros; ahora bien, si hablamos de vocación, me sobran dedos en las manos.

DdA, XVII/5018

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