Paquita Suárez Coalla
Aunque se esperaba de nosotras que
aprendiéramos a catar las vacas cuando ya no éramos tan pequeñas, nunca
aprendimos. Mi madre era la que solía decir algunas veces que teníamos que
aprender –en caso de necesidad, por si un día enfermaban o tenían que ir a
algún sitio y no regresaban a tiempo–, pero no tardó en llegar la catadora. Y
mi hermana y yo nos fuimos a la ciudad para seguir estudiando, y todo el mundo
entendió que había cosas más importantes de las que ocuparnos que de ordeñar
vacas. Por eso, mientras en casa atendían los animales y estaban pendientes de
las fases de la luna para sembrar y recoger la cosecha, nosotras estudiábamos
en la cocina las declinaciones de latín, memorizábamos los verbos irregulares
de francés con acento local –porque el inglés aún no había llegado a los
pueblos– y prestábamos más atención al vocabulario que aparecía en los libros
que al que se usaba en la casa. Supongo que porque cada vez lo íbamos
necesitando menos. Nuestra mayor responsabilidad con la tradición que nos estaban
dejando olvidar se redujo enseguida a ayudar en la recogida de la yerba por el
verano, y en la de las manzanas y las patatas por el otoño. Y muy pronto,
también, empezamos a participar en la matanza como lo hacían los invitados.
Recuerdo el olor a la cebolla que mis abuelos picaban en el almacén hasta bien
entrada la noche, tengo grabada la imagen de mi madre corriendo con un balde a
recoger la sangre del cerdo con la que luego harían las morcillas, me acuerdo
de todos ellos cortando piezas de carne, lavando tripa, salando el jamón, y a
mi abuela alimentando durante quince días las brasas del fuego con que curaban
el embutido, pero la única memoria que guardo de nuestra participación en este
ritual que había unido hasta entonces a nuestros antepasados es la de nosotras
dos atando las tiras de chorizos con bramante encima de una masera.
Así es que no aprendimos a catar ni a
adobar el embutido. Tampoco nos enseñaron a hacer quesos y, si me preguntan, no
podría decir sin preguntar yo antes, cuándo se tiene que plantar lo que mi
padre y mi madre plantan. Cuanto mi hermana y yo hacíamos en casa mientras
vivíamos allí era un entretenimiento útil que nadie debió de echar mucho de
menos en cuanto lo dejamos de hacer. Llegó así el primer verano en que ya no
fuimos a la yerba.Luego un otoño en el que no recogimos las patatas y otro en
el que los más de siete mil quilos de manzana que suele haber los años impares
en los que la cosecha se duplica los fueron recogiendo, durante los meses de
septiembre y de octubre, mi padre y mi madre.Ellos dos solos.
Nosotras estábamos a punto de acabar las
carreras y teníamos cosas más importantes –o más urgentes– que hacer: solicitar
becas, estudiar un doctorado, conocer países. A la vuelta de uno de esos viajes
mi padre se había deshecho de dos vacas y mi madre había empezado a hacer
quesos y cuajadas con la leche que no podían entregar a la Central
Lechera Asturiana –porque habían entrado en vigor las cuotas de la Unión
Europea– y que vendía y regalaba a las vecinas. Otro día para el que no
tengo fecha, decidieron que no merecía la pena seguir criando cerdos y, cuando
mi abuela murió y nació mi primera hija, vendieron la última vaca que les
quedaba para poder ocuparse de las cosas más necesarias y urgentes en aquel
momento: pasar un mes o dos en Nueva York con nosotros y ver
crecer a sus nietas.
Para entonces, yo ya había olvidado el
nombre de la mayoría de los praos que teníamos, y si le oía a mi padre hablar
del Teigu o del Bravu tenía que hacer
esfuerzos para ubicar ese trozo de tierra en el lugar exacto al que pertenecía,
pero también es verdad que empecé a recuperar algunas de las palabras perdidas
para registrar esas otras pérdidas y me esforcé por entender lo que había
ocurrido desde la última vez que había cogido las primeras cerezas del verano y
el día en el que mi padre comenzó a hacer turismo rural con mis hijas,
llevándolas en el tractor que ya no usaba al antiguo lavadero de Piñera que
también se había dejado de usar. Cada uno de nosotros hacía lo que podía para
que no se nos borraran de la piel nuestras señas de identidad originales,
aunque a estas alturas ya estuviéramos contagiados de progreso.
Y fue el progreso –o el confort– el que
nos trazó el camino: Después de las vacas, mi padre vendió el
tractor. En el hórreo, más que patatas y cebollas, empezó a guardar las sillas
del verano y los juguetes de las niñas. Los chorizos y el jamón comenzaron a
comprarlos en Grao en la carnicería de David. Y la
leche en el Alimerka. No se volvió a segar la yerba y las cerezas,
todas, se las comieron los pájaros. Dejaron de plantar ajos, maíz,
cebollas… y en el otoño del 2017 mi padre le pidió a Milín el
del Agüeru que le recogiera la manzana. Las ganancias, por
darles un nombre que no les cuadraba mucho, iban a medias: unos 500 o 600 euros
en total por unos seis o siete mil kilos de fruta.
La situación, que ya mi abuela y mi
abuelo habían anticipado veinte y treinta años atrás, se había ido normalizando
con una mezcla de aceptación e impotencia, pero aún así, tengo la impresión de
que en las casas se hicieron esfuerzos para esquivar ciertas rutas de
esta prosperidad. Me imagino que no podían dejar de hacerlo
quienes, al fin y al cabo, se debían a la tierra y por eso, cuando se vendió la
última vaca, mis padres aún se quedaron con las pitas, trajeron ovejas para
limpiar los prados, volvieron a criar conejos, compraron patos y codornices
porque mi sobrina quería tener codornices y patos, y plantaron fresas y
hortalizas como habían hecho siempre. Mi padre, no sé si desafiando desde la
inconsciencia un futuro que no acababa de reconocer o de aceptar, plantó más
manzanos y, porque mi madre lo quiso, diversificaron los cultivos tradicionales
con un árbol de pera asiática, un caqui y varias matas de arándanos y de
frambuesas donde antes había habido fabas de mayo y vainillas. Con 82 años
recién cumplidos, mi padre no dejó de hacer sidra todavía y mi madre, que tiene
78, sigue preparando conservas, mientras yo anoto, con la prisa que antes no
tuve, algunas de las palabras que puedan atestiguar un día que todo esto ha
existido: poxa, manal, argatus, arestas, cabornu… palabras cobijadas
principalmente en la memoria, desfigurados sus sonidos por el peso de su propio
relato y arrinconadas por ese mismo progreso para el que llevamos un tiempo
fijando unas fechas que, cada vez, se van haciendo más precisas. En cada casa
la suya pero al final, las mismas para todos. Y en la mía, las siguientes.
En el otoño de 2019, unos 2000 kilos de
manzana de las pumaradas de mi padre y de mi madre quedaron sin recoger porque
no encontraron quien quisiera recogerla. Tampoco hubo nadie que la comprara, y
nadie dejó de ir al supermercado en lugar de acercarse a la huerta de mi padre
y de mi madre y pañar la fruta que ellos, con la desazón que les producía verla
pudrirse, estaban regalando. Cuando supe esto, me consolé pensando que esos dos
mil quilos de manzana habrían servido de abono a la tierra, y lo pensé tratando
de huirle al dramatismo y a la amargura, pero las imágenes de este final son,
lo quiera o no, obstinadas y recurrentes.
A mediados de enero del 2020, fui con
mis hijas a pasar unos días a Grullos. El semestre de primavera aún
no había empezado y me quedaba una semana de vacaciones antes del comienzo del
curso. Hacía años que no viajaba a Asturias en invierno y el entusiasmo de mis
hijas me arrastró hacia ese pueblo del que solo tengo imágenes actualizadas del
verano. Como soy persona cobarde para aguantar el frío, apenas salí, pero esa
luz generosa que hace una fiesta de algunos días de enero, me obligó a
acercarme a la huerta donde hemos pasado buena parte de las tardes de julio y
de agosto durante los últimos veintipico años. El paisaje estaba pelado,
desprovisto de los atributos que le añadimos al escenario estival, y la falta
de vegetación hacía más claro un día que ya estaba luminoso. Me gustó ese
encuentro con el invierno asturiano, más amable de lo que, en realidad, lo
había guardado en el recuerdo, y menos ingrato que los inviernos acerados
de Nueva York. Mi padre, que me había acompañado en esa pequeña
excursión doméstica al huerto, aferraba su mirada a la de los árboles y me
contaba una vez más, porque ya me lo había contado por teléfono, cómo se había
perdido una cantidad tan grande de manzana ese otoño.
“Ya”, le dije, esforzándome por mantener
a raya mis emociones y las suyas y neutralizando, a medida que lo escuchaba, el
tono de su voz y el contenido de sus palabras. Él volvió a casa enseguida y yo
fui por la calea la Quintana hasta el bar de la Fresa a
buscar el periódico y, de camino al bar de la Fresa por esa calea que va
delineando la huerta de mis padres, me detuve junto al paredón que la protege y
les hice un hueco a los sentimientos. Y, aunque me hubiera gustado mucho,
resistí la tentación de sacar fotos para no quitarle fuerza a lo que iba a
quedar dibujado en el negativo de mi memoria: tres manzanas de un rojizo maduro
decorando, con una belleza estremecida, las ramas desnudas de un manzano y, no
muy lejos del mismo manzano, sujeto con un cordel a la portilla de la huerta
que da a la carretera general, un cartel con los trazos seguros de la
ortografía incómoda de mi padre que, haciendo un último intento por desafiar
los efectos secundarios del progreso, ponía: Se vende manzana de sidra.
Precio a negociar. Y, a continuación, el número de teléfono de mi casa.
Porque conocía el desenlance del guion
–ni aun regalándola vinieron a recoger la manzana que mis padres ofrecían– bajé
la guardia y me dejé golpear por los mismos efectos secundarios de ese progreso
que yo había protagonizado con tanta inconsciencia como necesidad y que ahora,
demasiado tarde, no podía siquiera explicar con las palabras que había aceptado
como herencia, porque no encontraba en ellas el término exacto y los sonidos
justos para describir ese lugar sin retorno al que habíamos llegado.
NORTES DdA, XVII74992
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