Siempre
le pido a mi padre que vea las series que me gustan. Me encanta comentarlas con
él. No siempre coincidimos en nuestras apreciaciones pero disfruto de su mala
hostia. La mala hostia es una manera de aproximarse a la vida, a la literatura
y al cine no muy recomendable si uno quiere ser feliz, pero los felices no
suelen ser tan lúcidos como los que acumulan mala hostia y mi padre, que ve la
televisión por encima de sus posibilidades, acumula mucha. Ya lo decía
Evaristo; tienen
la ley, también tienen a Dios, tienen a su ejército, pero nosotros tenemos mala
hostia. Con la mala hostia no se ganan pleitos, ni almas, ni
guerras, pero se hace buena crítica cultural.
Pero
vayamos a lo nuestro. Los niños y mi pareja ya duermen y yo me pongo un single
malt (conste que del caro, que yo sé que a muchos les jode que
a los rojos nos guste el whisky bueno y gozo de su molestia) y llamo por
teléfono a mi padre para hablar de La asistenta, la serie de
Molly Smith basada en la novela autobiográfica de Stephanie Land protagonizada
por una impresionante Margaret Qualley. Solo ha visto el hombre el primer
capítulo, pero me comenta que le encanta que el personaje de la
rica (Anika Noni Rose), en cuya casa limpia la asistenta, sea
negra. Le encanta porque, me dice, por muy negra que sea es rica y al final eso
es lo que más cuenta, lo que más define las relaciones sociales. Y los ricos,
me dice, son unos hijos de puta. Se le podrían poner miles de pegas académicas
al argumento de mi padre y a su aparente desinterés en las claves raciales,
etnoculturales y de género que condicionan las relaciones de clase y que, en
buena medida, están presentes en la serie, pero creo que, básicamente, tiene
razón.
La
serie es una denuncia de la pobreza, de lo que es ser pobre a pesar de tener un
trabajo (de mierda), de lo que significa ser pobre si eres mujer, de lo que
significa ser pobre si tienes una cría pequeña, si eres víctima de un
maltratador, si dependes de escasas ayudas sociales que te sumergen en un pozo burocrático,
si no puedes pagar una escuela infantil en condiciones para tu hija, si tu
entorno familiar es más una carga que un apoyo. La asistenta habla de
lo que significa ser pobre a la hora de alquilar una vivienda digna, o incluso
a la hora de intentar echar un triste polvo que te saque unos minutos de tu
vida. Y esa denuncia siempre señala.
He leído a un
señor en un periódico de esos importantes que dice que la serie no le parece
creíble porque él sí que ha vivido de cerca la pobreza y que no cuela.
Últimamente parece que haya una competición por ver quien viene de la familia
más jodida, como si eso diera algún tipo de legitimidad política. Ya les digo
que hay quien se ve capaz de juzgar el cine de Ken Loach por ser hijo de
limpiadora y por nada más. Yo soy hijo de una abogada, la primera de toda su
familia que pudo ir a la universidad, a la que sacaron adelante dos mujeres
obreras casi analfabetas que limpiaron mucha mierda en casas de ricos, además
de perder una guerra. Les aseguro que eso no da ninguna habilidad para la
crítica cultural, ni ninguna legitimidad política. En todo caso de lo que
provee, para quien lo aproveche, es de cierto sentido de lo que significa la
decencia y cierta conciencia de lo que significa la división sexual del
trabajo.
Pero
experiencias y legitimidades aparte, lo mejor de La asistenta es
precisamente que, al retratar la pobreza y la soledad de una madre trabajadora
en los EE.UU., produce una arcada moral como la que le vino a mi señor padre;
porque en el fondo mi padre tiene razón. La clave de la pobreza, en términos de
economía política, es que los ricos y los que los defienden suelen ser, en la
mayoría de los casos, unos hijos de puta. Y lo peor no es eso, sino su
capacidad de contagiarnos, en especial a los que habitamos esa ficción
ideológica que llamamos clase media, su bajeza moral.
Vean La
asistenta, comprobarán que la decencia y la dignidad se construyen
con salarios mínimos dignos, con buenas condiciones laborales, con sindicatos,
con servicios públicos decentes, con viviendas dignas asequibles, con escuelas
públicas gratuitas, con servicios de atención a la violencia machista (también
la psicológica, sí) y con alternativas habitacionales garantizadas a las
mujeres víctimas de maltrato. Y recuerden, aunque no lo digan, que los que se
oponen a todo lo anterior en el fondo no son más que unos hijos de puta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario