Pablo Batalla
Isidro Fernández Rozada, del PP, tenía una tía. Nemesia. Una tía
que hablaba asturiano, pero que no entendía el asturiano escrito, lo que servía
a Isidro Fernández Rozada para atizar a la Academia de
la Llingua. Jaque mate, asturianistas: mi tía no alfabetizada en asturiano
no entiende el asturiano. Dixebra le dedicaría una
canción: La tía Nemesia. Corrían los años
noventa y tiempos halagüeños para la reivindicación lingüística asturiana:
parecía por fin cerca la ansiada oficialidad, apoyada mayoritariamente por los
asturianos en las encuestas, y cuya demanda llenaba año a año las calles
de Oviedo de manifestaciones muy concurridas. Izquierda
Unida la apoyaba; la apoyaba, por supuesto, el en aquel momento
boyante Partíu Asturianista; el PP no se negaba a
apoyarla; en el PSOE un esforzado sector asturianista ganaba
enteros y forzaba una votación interna, aunque la perdía contra el Júpiter todopoderoso
del socialismo astur, José Ángel Fernández Villa, un asturfalante reluctante
a la dignificación de su propio idioma.
En un momento dado, hace unos años,
en Rusia, los opositores a Vladímir Putin comenzaron
a publicar una revista llamada Aktsiya («Acción»);
y el propio Putin lanzó rápida réplica patrocinando otro llamado Reaktsiya («Reacción»). Aktsiya-Reaktsiya. Esta
lógica elemental también se dio en aquella Asturias. La Aktsiya asturianista
encontraba réplica en una Reaktsiya iracunda y a la postre
exitosa: no se consiguió entonces la cooficialidad del idioma vernáculo de
Asturias; triunfaron Fernández Villa, Fernández Rozada y toda otra bandera de
oficinistas del español entre los cuales se contaba también, era de algún modo
su caudillo, un filósofo de nombre Gustavo Bueno.
Enemigos de los bables
Bueno lideraba un colectivo
llamado Amigos de los Bables cuyo mero nombre expresaba una de
las más queridas añagazas del antiasturianismo: la idea de una pluralidad
irreductible de bables ininteligibles, con la cual acabaría la
estandarización. No importaba que la ALLA y el asturianismo en general
insistieran siempre en que la creación de un estándar era compatible —como lo es
en todas partes, en las lenguas todas del orbe, también en la castellana— con
la preocupación por preservar las variedades dialectales de cada comarca; o que
se demostrase que, al contrario de lo que este pequeño lobby propagaba,
la lingua franca entre hablantes de distintas variedades del
asturiano había sido siempre, no el castellano, sino el asturiano. Para
aquellos hombres airados, la lengua asturiana era castellano con úes o un
incomprensible galimatías dependiendo del interés del momento.
«Que florezcan los cien bables», lematizaban estos amigos equívocos
de la realidad lingüística de Asturias, frente al «invento aberrante» y la
«jerga in vitro» de la Academia. Fundada en 1988 y presentada
con un manifiesto en el que se proclamaba el horror de «la Asturias pensante y
sensata» («Sensatos y pensantes, sois unos mangantes», se gritaría desde
entonces en las manifestaciones por la oficialidad de la llingua) por
la existencia de «minorías abertzales» (el espantajo batasuno será otro clásico
de la caja de herramientas del antiasturianismo), Amigos de los Bables desplegaba
una batería ofensiva que incluía la publicación de tribunas en prensa o
presiones más discretas, así relatadas por Sofía Castañón y Xuan
Cándano en un artículo publicado años ha por la revista Atlántica
XXII: los sensatos y pensantes visitaban o
telefoneaban «a políticos, sindicalistas, académicos, universitarios y a
cualquier persona influyente o relacionada con el tema a la que puedan alertar
contra “el peligro de la normalización”, tanto en Asturias como en Madrid.
No hubo presidente del Principado, consejero de Cultura ni rector
que se librara, sin faltar ministros, de aquellas presiones, que fueron
realmente exitosas y tienen mucho que ver con la fobia a la lengua asturiana de
las élites de la autonomía».
Su rostro más visible era Bueno, que se
burlaba de la consigna «Bable nes escueles» replicando «y gaites nes
orquestes» (y sí: ha habido gaitas en orquestas, incluso en las vienesas) o
disparataba sobre la imposibilidad de que lenguas de pueblos sin Estado
dispongan de una palabra para guerra, quedando obligadas a
elevar de rango los nombres de tanganas rurales y hablar, por ejemplo, de
la griesca de Yugoslavia (fun fact: la
palabra española para guerra es de origen germánico,
donde werra significaba «discordia, pelea»). Pero
aquella agitprop tenía otros generales, y entre ellos, otro
catedrático, de filología en este caso, Emilio Alarcos Llorach, que
en los ochenta, pasó bruscamente de una tibia simpatía hacia la normalización a
volverse un enemigo rabioso de la misma; brusquedad que de por sí indica que la
motivación no era exactamente académica. Luchas de poder intradepartamentales y
la exigencia del vicerrector José Antonio Martínez de que
Alarcos y su mujer, otra exasturianista devenida antiasturianista, Josefina
Martínez, devolvieran unos dineros del tiempo en que Alarcos había sido
decano abrieron a mediados de la década las hostilidades de una larga werra en
la que la lengua asturiana, a la que en principio nadie había dado vela en
aquel entierro, se convirtió en arma arrojadiza contra Martínez o el filólogo
asturianista Xosé Lluis García Arias, enfrentado también a Alarcos.
El queso y los gusanos
La historia del antibablismo es, desde
luego, bastante más antigua que la Transición. Muchos de los argumentos
esgrimidos en los últimos años son tan viejos como el siglo XIX, a todo lo
largo del cual y de la primera mitad del XX voces distintas se alzan contra
pretensiones de defensa del asturiano anteriores a la fundación de Conceyu
Bable.
«Durante todo el siglo XIX»,
explica David Guardado, buen conocedor de la historia del idioma,
«la oposición al cultivo del asturiano no tiene una forma concreta o
específica. Se engloba dentro de la crítica general a la diversidad lingüística
que parte del liberalismo de inspiración francesa y que aspira a la unificación
de los “dialectos” que se ven como afluentes que han de desembocar en el gran
río del castellano». Será en los años ochenta del xix cuando haga aparición una
oposición explícita a la normalización del idioma cuyo principal vocero es un
hijo ilustre de esta tierra: Leopoldo Alas, Clarín, muy
crítico, a pesar de su aprecio hacia poetas populares como Teodoro Cuesta o
Pepín Quevedo, con la intención de crear un asturiano unificado y literario.
«Empeñarse en cristalizar el bable en formas académicas para evitar su
corrupción», malicia en 1896, «es lo mismo que querer fabricar queso de
Cabrales y prescindir de los gusanos». Como Fernández Rozada un siglo más
tarde, el autor de La Regenta despreciaba a «los académicos
estilistas de otro bable ideal más reciente», a los que contraponía a los
cultivadores «del bable realista que efectivamente hablan nuestros aldeanos».
Por las mismas fechas, Bernardo Acevedo y Huelves —un autor que escribió en asturiano y ganó premios— disertaba que «el bable no se habla en ninguna parte y si se habla tiene cada aldea, por no decir cada casa, el suyo. Como entidad filológica, como órgano de expresión no existe ni existir puede. Lo que hay en toda la provincia es un caudal de voces, inmenso y riquísimo, como remansos olvidados de un gran torrente que se corrió hacia Castilla. Aquel torrente formó el hermoso río de la lengua castellana. La vida moderna agrandó el alma del hombre y el bable se encogió. Por eso no puede ser órgano de expresión de un pueblo del siglo XIX». Y más tarde, en 1932, Sabino Álvarez Gendín —futuro franquista— manifestará su oposición a recoger, en un anteproyecto de estatuto regional para Asturias, una cooficialidad que, a su juicio, no se merecía «un romance rezagado que no se habla sino entre gente del campo».
Después, la larga noche del fascismo frailuno del general Franco no perseguirá el asturiano con demasiada saña, pero, como ha estudiado espléndidamente Inaciu Galán en su tesis doctoral, lo arrinconará a la reserva india de lo etnográfico y lo costumbrista, pudridero piadoso de aquellos idiomas a los que se ha condenado a desaparecer. De ella pugna hoy por salir esta lengua resistente, superviviente a dos siglos de sentencias de muerte y la machaconería de una reiteración de argumentos iguales. La cooficialidad vuelve a parecer cercana, tal vez más que nunca —aunque no pueden echarse las campanas al vuelo—, en 2021. Erguida frente a todo, soportando los vientos sin rendirse, la lengua asturiana —como pedía Bernat Etxepare al euskera en 1545— sale a bailar, ayudada por sus verdaderos amigos.
Nortes DdA, XVII/4985
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