Leticia Gondi
La mañana del 1 de noviembre de 1992,
domingo según el calendario gregoriano, tumbada sobre un colchón en el suelo de
lo que yo denominaba el cuarto de verano, en alusión al pasaje descrito en la
novela sueca, ‘Los escarabajos vuelan al atardecer’, en cuya lectura andaba
inmersa aquella temporada, escuchaba a Mike Oldfield en una radio a pilas,
divagando sobre la conveniencia de poner toda mi energía emocional en Quique,
mi amor platónico desde el 4 de enero de 1991, hasta un sábado indeterminado
del verano de 1993 cuando arrodillada ante él en los aledaños de la discoteca
Kaos de Blimea, de arcada en arcada comprobé que no era el dios por el que le
tenía; o en Jesús Daniel, mi único, verdadero y eterno amor en lo que fue del
sábado, al jueves de aquella misma semana.
Un anticiclón actuaba sobre la cordillera Cantábrica. En el exterior, catorce grados Celsius, aunque por las noches las temperaturas podían desplomarse a cotas que rondaban los cero. Le contaba a mi diario que no tenía gran cosa que contarle, salvo que el pueblo estaba desierto con todos sus parroquianos asistiendo a misa de difuntos, a excepción, claro está, de mi prima Patricia, de cuatro años, y quien suscribe, que aburridas en el ático, contábamos los segundos del reloj sin otro particular que nos alterase mientras ella hacía como que tocaba un Steinway de cola y yo como que escribía el próximo premio Cervantes.
Apenas tres horas más tarde, sin premeditación y sin alevosía, sustraía una botella de Licor 43 y otra de Granadina Marie Brizard, de la barra reservada para bodas y banquetes de uno de los dos restaurantes que por entonces operaban en el pueblo. Veinticinco minutos y un par de kilómetros después, mis amigas, mi hermana [que por entonces ya se había mudado a vivir con nuestra madre en Gijón] y yo, jugábamos a ver quién bebía más sin respirar. Para las 18 horas de la tarde, habría perdido por completo la consciencia.
Deduje, por lo que más tarde me
contaron, que gané la competición. Que todas nos emborrachamos, aunque
únicamente la signataria, abrazó el coma etílico. Que tratando de reanimarme,
metieron mi cabeza bajo el caño de agua fría de la fuente del pueblo. Que medio
pueblo, de hecho, asistió atónito a tan deplorable desatino. Que alguien cuya
identidad no puedo precisar, me llevó a casa de mis tíos. Que, a tenor de lo
que he podido leer, quizás llegué arrastrándome, en tanto Vítor me encontró
tirada en el suelo de la habitación. Que se asustaron mucho. Que la vida me cambió
ese día.
El viernes pasado, dormíamos
profundamente cuando a eso de las tres de la madrugada, mi hijo de quince años
irrumpió en nuestro dormitorio, pidiéndome que saliese al pasillo, —Tengo que
contarte algo y no quiero que papá se despierte.
¿Qué sucede, hijo? —Mamá, por favor,
vete a recoger a Sandra [14] y a Amanda [15] con el coche. Están en la zona del
Náutico, muy borrachas, pero muy, muy borrachas. Ahora mismo las acompañan unos
chavales de unos veinte. Se quedarán allí hasta que llegues… ¿Puedes ir?, en
sus casas no saben que están de fiesta. Mamá, ¿te importa ir?
Mientras su padre y yo nos preparábamos
a toda prisa, le oía al teléfono en su cuarto, tratando de convencer a la menos
afectada.
—Tranquilas, en serio, os van a
comprender, ellos mismos lo han vivido cuando eran jóvenes, no podéis quedaros
en la calle así, en ese estado. De verdad, no os mováis de ahí, llegan en nada
y os venís a mi casa. Hazme caso Sandra, es lo mejor. No os mováis, ya están
yendo, no hagáis nada.
No me costó dar con ellas siguiendo la
localización que minutos antes nos habían enviado desde los Jardines del
Náutico. Amanda estaba inconsciente, recostada de lado en las gradas de
hormigón donde los chavales se reúnen para practicar skate, con restos de
comida, botellas y vasos de plástico medio vacíos alrededor. Sandra lloraba
desconsolada culpabilizándose en bucle, con el móvil en la mano. —¡La he
cagado, la he cagado!, con el rostro atravesado por chorretones de maquillaje.
A su lado permanecían los chicos que
habían hablado con Darío cuando, ignoro en qué circunstancias, Sandra le
wasapeaba. El más locuaz de los tres, mulato aunque sin acento, se erigió en
portavoz de tan inverosímil comparsa.
No me quedaron claros los extremos en los que las niñas y ellos se conocieron, aunque tampoco era una información que precisase en tal coyuntura. Según relataban, dieron con ellas cuando estas ya habían superado la línea que separa la euforia de la depresión; la alegría del llanto desesperado.
Me entregaron sus bolsos, me dieron las gracias
y me pidieron expresamente que felicitase a mi hijo —decidle que chapó por él y
que no se olvide de agregarnos en Instagram [esto último me sonó a ceremonioso,
a preceptivo, como si tal gesto, el de agregarse en sus redes, certificase la
simpatía, la gratitud o el respeto proferido entre miembros de las generaciones
ye y zeta].
Uno de ellos, el de mayor envergadura, tomó a Amanda en volandas para llevarla al coche donde mi marido, a escasos metros, nos esperaba. Momento en el cual la menor, se arrancó a vomitar violentamente. Una vez en casa, Amanda continuó vomitando vodka, tacos y kebab, aseguraban, antes de meterse, ambas, en la cama. Les ofrecí una infusión, las arropé, y les di el cariño y la comprensión que en ese momento necesitaban. —Todo irá bien, pequeñas.Ya habrá tiempo de sermones mañana.
Tras el desayuno, repasamos uno a uno
los errores que habían cometido la noche anterior, concluyendo que, mil veces
peor que haber bebido, era haberles mentido a sus progenitores sobre una
cuestión tan seria; la una que si se iba a pasar la noche a casa de la otra, la
otra que si se iba a casa de la una.
Enumerando los peligros a los que se
expusieron; abuso, violación, sustracción de pertenencias en el mejor de los
casos, sin olvidar los terribles daños que a largo plazo provoca el consumo
continuado de alcohol y tabaco. —Darío ha enterrado a su abuelo y a su abuela
en menos de un año, víctimas ambos de tumores relacionados directamente con el
alcoholismo y el tabaquismo.
Les desaconsejé, en base a una retahíla
de razones que una a una fui enumerando, tomar alcohol, pero consciente de que
tal vez, desoyesen mi consejo, como yo misma desoí el que me dieron a mí mis
educadores en su momento, —tenéis que aprender a hacerlo sin sobrepasar el
límite de lo que vuestros cuerpos puedan asimilar. Perder la consciencia, bajar
la guardia, es un lujo que no os podéis permitir. ¡No sois conscientes de lo
terriblemente vulnerables que fuisteis anoche!
Y les di mi palabra de que no se lo comunicaría a sus padres [como cabría esperar de la madre responsable y adulta que se me supone] siempre y cuando, eso sí, me prometiesen que no volverían a cometer una imprudencia semejante, que sabrían valorar la oportunidad que la vida les estaba concediendo, de obtener un aprendizaje sin apenas consecuencias, de obtener de hecho un aprendizaje vivencial, sin los daños del seísmo que por lógica algo tan grave habría de provocar; la ruptura súbdita de la confianza por parte de sus adultos, o la batería de medidas drásticas tomadas presumiblemente por estos tras haberlas pillado en semejante deslealtad. Y a continuación, les leí las páginas correspondientes a los días 1, 2, 3 y 4 de noviembre de 1992, cuando yo tenía su misma edad.
DdA, XVII/4994
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