“La tecnología rusa y el capital alemán, junto a los recursos naturales rusos y la mano de obra rusa, representan la única combinación que durante siglos asusta a los Estados Unidos de Norteamérica”. George Friedman. Mayo de 2018.
Manuel Monereo
Los balances parecen seguir un estilo
preestablecido. Así está ocurriendo con la señora Merkel. Es como
un juego de pesas: a un lado, lo bueno; al otro lado, lo malo; errores y
aciertos. Se habla de dos Merkel, la campeona de la austeridad y la heroica
europeísta de los fondos de recuperación y de su apuesta por los refugiados
sirios. La fiel aliada de EEUU y la que hace concesiones excesivas a Putin. La
canciller de las crisis y de las alianzas más o menos opacas. En definitiva,
una gran dirigente que se va y que abre un vacío en la potencia-guía, en el
hegemón de la Unión Europea. Lugares comunes convertidos en opinión dominante.
Alemania, es bueno tomar tierra, no es
un Estado soberano, sigue ocupada militarmente y nuclearizada por los EEUU. No es este el lugar para hacer un análisis
pormenorizado de esta presencia; baste indicar que se trata de algo más 200
instalaciones militares y de un conjunto de bases entre las que sobresale la de
Ramstein, Cuartel General de las Fuerzas Aéreas de los EEUU en Europa. Ahora
que se habla tanto de la “autonomía estratégica” de la UE, habría que decir que
esta determínate ocupación territorial no solo no disminuye, sino que se
incrementa, con o sin el paraguas de la OTAN. En la “división del trabajo
estratégico” definida por los EEUU a la OTAN le cabe la honrosa tarea de
contener al viejo y nuevo enemigo ruso. Como ha demostrado el reciente acuerdo
de los EEUU con Australia y el Reino Unido, el teatro de operaciones decisivo
está en el Indo-Pacifico, Europa es ya secundaria y los aliados seguros son los
anglosajones. Francia (y su industria militar) ya lo saben.
Se suele discutir mucho sobre las
relaciones de la UE con EEUU y, casi siempre, al margen de algo tan decisivo
como la OTAN. Conviene insistir, la Organización del Tratado del
Atlántico Norte es una alianza político-estratégica organizada militarmente. La
política exterior y de seguridad de cada uno de los Estados está determinada
por la pertenencia a la Alianza, así como gran parte de la estructura,
composición y cultura estratégica de sus fuerzas armadas. La UE ha hecho del
llamado vínculo atlántico el centro de su política exterior que, como es
natural, determina su posición como actor internacional más allá de las grandes
declaraciones. Tampoco en esto hay que engañarse: las clases dirigentes de los
Estados, el núcleo del poder que se referencia en la UE considera que esta
Alianza es algo vital para su futuro y nadie -insisto, nadie- la cuestiona en
tanto que tal, especialmente la República Federal Alemana. La UE y la
OTAN son -hoy tanto como ayer- dos caras de un mismo proyecto.
El país que deja Merkel es el Estado hegemónico en la UE; es decir, ha conseguido convertir sus reglas e intereses socio políticos en los ejes vertebradores de los Tratados de la Unión. Maastricht y el euro fueron la parte más visible de la estrategia de un conjunto de Estados encabezados por Francia con el objetivo de controlar a una Alemania unificada. La respuesta de esta fue clara: Unión Europea sí, pero bajo las reglas socio-económicas alemanas. El núcleo de estas normas es el ordoliberalismo y eso que tanto le gustaba a la socialdemocracia española de la “economía social de mercado”.
¿Qué es el ordoliberalismo? Una variante del liberalismo caracterizada por
la necesidad de una eficaz y coherente intervención del Estado en defensa libre
mercado, la competencia y unas relaciones labores funcionales al crecimiento
económico. Los ordoliberales no creen en un orden espontaneo del mercado que no
esté garantizado por el poder político. Como buenos (neo) liberales saben que
el problema no es el intervencionismo del Estado, sino su orientación y
objetivos. Por mucho que le pese al señor Hayek, el orden del
mercado es constructo social y pura ingeniería institucional, garantizado
siempre por el Leviatán-Estado. Los Tratados europeos consagran esta filosofía
político-económica y la constitucionalizan convirtiéndola en normas de obligado
cumplimiento para los Estados. Ahora que se debate tanto sobre los fondos
europeos y su financiación a través -se diga cómo se diga- de deuda garantizada
por el presupuesto de la UE, conviene entender que el ordoliberalismo
constituye el consenso básico de los grandes partidos alemanes que definirá al
futuro gobierno sea este semáforo (rojo, verde, amarillo)
o Jamaica (negro, verde, amarillo).
Que Alemania haya conseguido
constitucionalizar sus normas básicas para el conjunto de la UE le da un enorme
poder (estructural) y beneficia ampliamente su economía. Le permite, sobre
todo, implementar políticas neo-mercantilistas que, por definición, son no
cooperativas y producen ganadores y perdedores; mejor dicho, producen una
ganadora permanente, Alemania. La que en otro tiempo fue la economía “enferma”
de Europa, fue construyendo un patrón de acumulación basado en la exportación,
en bajos salarios y en la descentralización productiva. Esto tiene un
nombre: la Agenda 2010 del socialdemócrata Schröder en alianza, es bueno
recordarlo, con los Verdes. El “sistema euro” significaba, entre otras
cosas, que las relaciones económicas entre Estados se realizaban en las
condiciones que más benefician el potencial competitivo alemán, a lo que este
añadió precariedad laboral, devaluación salarial y recortes sustanciales en el
Estado Social. Las consecuencias son superávits comerciales recurrentes,
tendencias deflacionarias permanentes y acentuación de la deriva
centro-periferia en el interior de UE.
El final de la era Merkel coincide con
el agotamiento de una etapa de la historia de Alemania. Esto se puso claramente
de manifiesto en el último período de su mandato. Se acumularon todo tipo de
contradicciones, resueltas la mayoría de las veces por síntesis extremadamente
forzadas que no terminaban por romper lógicas anteriores ni creaban otras
nuevas. La canciller resolvía problemas coyunturales desplazándolos al futuro.
Al final, no había proyecto, no había programa ni estrategia. En un momento, es
necesario subrayarlo, en que se estaba produciendo una fractura, una
bifurcación radical en una economía-mundo que cambiaba aceleradamente. La clase
política alemana no es capaz de definir interese de su país, sus objetivos y,
lo que es más grave, bloquea a una Unión Europea que está respondiendo a los
nuevos problemas desde una lógica de
Ahora que tanto se habla sobre el tipo
de gobierno que se va a configurar, sus políticas futuras y su influencia sobre
la Unión Europea, aparece con mucha fuerza el abismo antes esbozado entre los
graves problemas a los que se enfrenta Alemania y las pobres respuestas que ha
ofrecido la clase política en la campaña electoral. La palabra clave es
continuidad. Se apunta que vamos a un gobierno semáforo entre
Socialdemócratas, Verdes y Liberales. Las negociaciones no serán fáciles,
pero habrá acuerdo. El debate está en el marco del sistema y sus conocidas
estructuras de poder. Hay que compaginar asuntos complejos. El déficit estará
al final de este año en el 75% del PIB, se ha incrementado en más 470 mil
millones de euros en los últimos tres años, existe, así está ya planteado, la
obligación constitucional de frenarlo y reducirlo, se hará con prudencia, pero
se hará. Scholz, el previsible nuevo canciller del SPD, tiene un programa
social débil y su experiencia como ministro de finanzas dice bien a las claras
que no cuestionará las estrictas reglas presupuestarias. Los Verdes han
defendido un programa comprometido con la transición energética, la
descarbonización y una importante inversión para digitalizar el conjunto de la
economía. Lindner, jefe del Partido Liberal, no se ha cansado de repetir que
quiere ser ministro de finanzas, con un programa también diáfano, nada de subir
impuestos, respeto a unas finanzas equilibradas y lucha contra la burocracia.
Como se verá, programas no fáciles de casar. Una cosa segura: habrá acuerdo.
Será complicado, las negociaciones estarán a punto de romperse más de una vez,
pero al final la continuidad será alcanzada. Son las “otras reglas”, las más
duras, que imponen los que mandan y no se presentan a las elecciones.
No habrá cambios en la política europea
de Alemania. Los sueños de una modificación de las reglas las de Maastricht no
se harán realidad. Se tiende a olvidar, como nos enseñó Michel Husson, que “el
euro es un sistema” que implica un determinado presupuesto comunitario, un
especifico Banco Central Europeo, reglas fiscales y comerciales; es decir,
insisto, un conjunto de normas que han sido constitucionalizadas y que requieren
la unanimidad de los 27 miembros para cambiarlas. Ahora vivimos en un Estado de
excepción donde parte de dichas normas están suspendidas temporalmente. Cuando
el país germano lo considere oportuno se volverá, con una cierta flexibilidad,
a los viejos postulados reconocidos en los Tratados. Para la UE, la
Next Generation, los Fondos de Recuperación europeos, son algo excepcional y
único. Tienen fecha de caducidad.
En las relaciones internacionales y en
la política de defensa sí creo que habrá cambios significativos. La tendencia
es al alineamiento con la política norteamericana y una mayor implicación de
la Bundeswehr en las políticas de crisis de la OTAN. Hasta
ahora Alemania -Merkel era una maestra en estos equilibrios con red- había
conseguido combinar sin grandes contradicciones sus intereses geopolíticos con
las difusas demandas de la Unión Europea, mediadas siempre con las pretensiones
francesas. La salida del Reino Unido hace las cosas más difíciles y, paradoja,
acorta el margen de maniobra del país germánico. Es un viejo asunto: Alemania
y Rusia tienen economías complementarias y se necesitan mutuamente. El Nord
Stream-2 (el recién terminado gaseoducto entre Rusia y Alemania bajo el Mar
Báltico) es un ejemplo paradigmático; sin embargo, su zona directa de
influencia (la vieja y nueva Mitteleuropa) se ha ido definiendo con mucha
fuerza contra Rusia y como aliado fiel de los EEUU, a lo que hay que añadir que
el nuevo concepto estratégico de la OTAN dejará muy claro que su tarea
fundamental será colaborar en la construcción de un frente amplio “tricontinental”
contra China y, específicamente, aislar, contener y debilitar al país de Putin.
Ahora los equilibristas trabajan sin red.
El gobierno en gestación tendrá muchas
dificultades para definir el rumbo de un Estado que progresivamente avanza
hacia su conversión, de nuevo, en objeto de la historia. Alemania deviene en
hegemón demediado de una península de Eurasia que se creía un continente,
condenado a ser aliado subalterno de la otra cara de sí mismo, de un mundo que
lo niega y lo desprecia, los EEUU. El viejo Hegel debe de estar
protestando con fuerza viendo como la historia lleva a su cultura a la
decadencia, donde la insignificancia reina sin alternativa. Alemania
sigue ahí, en su dorada jaula, sometida a los tirones de la historia, sin
reconocerse y sin capacidad de definirse. La Unión Europea sueña con ser
alemana a cambio de que ésta deje de serlo. En el fondo, la “cuestión alemana”
sigue presente como miedo a la soberanía, palabra maldita, de un pueblo que
siempre ha sido algo más que un Estado.
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