Pese a que las posiciones de Vox siguen siendo minoritarias, la agenda sigue convirtiendo el experimento del neofascismo en un éxito en las plataformas sociales, los medios de comunicación y el capitalismo de la atención.
Pablo Elorduy
Un suceso marca la semana. Es, en principio, una gota más en el
incensante goteo de ataques homófobos, desde el asesinato del joven Samuel Luiz en
A Coruña hasta las agresiones denunciadas ese mismo fin de semana en Velada
(Toledo) y Melilla. La novedad resulta ser la rareza del caso. Hay necesidad de
que se aclare si hay una escalada desde los ataques salvajes y espontáneos
hacia la violencia sistemática por parte del fascismo organizado. El Gobierno
anuncia la participación de “especialistas en antiterrorismo” en la operación.
El caso gira completamente cuando un periodista enterado de los asuntos policiales
denuncia que la víctima del ataque mintió en su primera versión. Todo resultó
ser algo más complejo aún de lo que parecía, aunque las lecturas una vez
conocidas otras facetas de la verdad del caso, volvieron a ser simples:
denuncias falsas, mentirosos, flacos favores.
El suceso se iba a convertir en una oportunidad de la agenda ultraderechista para atacar la reputación del colectivo LGTBIQ+ al completo y retomar los discursos sobre cómo esas denuncias falsas dejan en una situación de fragilidad a los Juan Nadie que al mismo tiempo no comprenden el mundo y rechazan que este haya cambiado. Una sintonía del ayer insertado en el hoy, que resume la ya célebre frase de Iván Espinosa de los Monteros (convertida en titular en enero de 2020): “Hemos pasado de pegar palizas a los homosexuales a que ahora esos colectivos impongan su ley”.
El hecho de que el caso no fuese tan simple como una invención gratuita —la agresión existió, la víctima se dedicaba a la prostitución, la segunda versión también parece ocultar algo— apenas cambia la percepción general de que se ha producido una derrota, la pérdida de unas monedas de legitimidad, entre quienes defienden una agenda de derechos humanos y que, por tanto, hay una reafirmación de la agenda “antiprogre”. En los días siguientes se habla del daño que este caso genera a la causa, como si el proceso de lucha por los derechos LGTBIQ+ dependiese de un solo caso.
La cuestión, de este modo, se vuelve a reducir a una absurda
demanda de “la condena” retórica de la violencia, una fórmula de la que se
abusa y que apenas significa nada más que una oportunidad para que se
desarrolle el subsiguiente discurso en contra de la inmigración ilegal en el
que Vox encuentra su verdadero nicho de votantes. Todo ello junto a las
habituales solicitudes de dimisión de Fernando Grande-Marlaska, un ministro a
la medida del puesto que ocupa —léase esto como crítica antes que como elogio—,
que da la impresión que recibe la atención que recibe por parte de la derecha y
la extrema derecha por su orientación sexual.
Aprovechando esa predisposición a regalarles horas de publicidad
gratuita, Vox, a través del propio Iván Espinosa de los Monteros, anunció una
nueva amenaza. Con ella se trata de colapsar los tribunales de justicia con
denuncias a todos aquellos que vinculen a Vox con la violencia, multiplicando
la presión procesal —es decir, generando otro tipo de violencia para quienes no
pueden afrontar una multa o arriesgan la entrada en la cárcel por una condena
previa— a través del recurso al delito de odio.
Este artículo del Código Penal (510.1.a ) es un tipo en torno al
que existe tal confusión que ha perdido el sentido con el que nació. De
proteger a minorías, colectivos marginados y estigmatizados corre el riesgo de
convertirse en un delito-chicle con el que se puede atosigar o perseguir a
quienes denuncian mensajes homófobos, racistas o machistas.
El aluvión de procesos que promete Vox —la mayoría de los cuales terminará, por supuesto, con sentencias absolutorias, si es que llegaran a admitirse— no tiene más objetivo que mantener abierta en canal la tremenda exposición pública del partido ultraderechista. Pero también, y de paso, servirá para pagar abogados afines en casos sin sentido, conseguir sentencias delirantes por parte de jueces ultraconservadores, y generar el suficiente ruido y la confusión para mantener inutilizado en la práctica el delito de odio y hacer estéril la discusión sobre cómo se ejerce la violencia en una sociedad pacificada pero en un proceso acelerado de desquiciamiento.
La cuestión, para la mayoría que repudia la violencia de la extrema derecha y la manipulación de los mensajes políticos, es si puede cortocircuitarse esa agenda interviniendo sobre ella, contrarrestando esos mensajes con el mismo lenguaje y las mismas herramientas o si el objetivo podría llegar a ser construir una plataforma mediática propia que, paulatinamente, introduzca las demandas de nuevos derechos sociales y la reivindicación de los viejos derechos humanos, puestos al día en la era de la crisis climática y las migraciones derivadas de ella. Intervenir y disputar en los términos de una agenda que privilegia la atención hacia los discursos más reaccionarios o introducir un programa que ya no solo se defienda sino que presente otros puntos sobre los que fijar la atención.
Mientras lo segundo parece imposible de acometer por la falta de recursos económicos y, quizá también, de un proceso político que lo acompañe, la acción-reacción a la hegemonía mediática de esa agenda reaccionaria se muestra frágil cuando un caso como el de esta semana es utilizado para reducir una lucha como las reivindicaciones LGTBQ+ al puro espectáculo del morbo.
El Salto DdA, XVII/4948
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