Leticia Gondi
El 29 de diciembre de 1790, el más ilustre funcionario que haya trabajado jamás para España y por los españoles, ponía por fin sobre la mesa del gobierno central (o como quiera que se le llamase en la época) el extenso y riquísimo informe que años atrás se le había encomendado a fin de componer un catálogo que recogiese el origen, la historia y la geometría político-social de los fenómenos lúdicos en nuestro país. Es decir, al lúcido, diligente y presto de Melchor se le encarga la recopilación, a pie de camino, del inventario de divertimentos y la deriva que estos toman a lo largo de los pueblos y reinados desde tiempos romanos, con objeto de regularlos. Si Jovellanos, natural de Gijón por cierto, viviese en la España del 2021, sería un político vocacional, brillantísimo acreedor de varias carreras universitarias; filósofo, escritor, jurista, investigador. Filántropo visionario, de sólidos ideales, antes capaz de rebelarse contra la autoridad y acabar en prisión, que claudicar de los mismos. Su obra sería digna de ilustrar enciclopedias y, a pesar de todo, sus numerosos opositores sin duda se referrirían a él como un apestado mediocre cuyo trabajo tratarían de ningunear etiquetándolo de chiringuito. ¿Creíais que esto es nuevo? Si leyésemos más sabríamos que ya está todo inventado. Al final del extracto os dejo el link al documento completo. Merece la pena leerlo y disfrutarlo.
Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su origen en España
-Toros-
“Ciertamente que no se citará como tal la lucha de toros, [se refiere a que no está la tauromaquia recogida en su catálogo como espectáculo LEGÍTIMO aunque le dedique este apéndice] a que nos llaman ya la materia y el orden de este escrito. Las leyes de Partida la cuentan entre los espectáculos o juegos públicos. La 57, tít. XV, part. I, la menciona entre aquellas a que no deben concurrir los prelados. Otra ley (la 4.ª, part. VII, tít. De los enfamados) puede hacer creer que ya entonces se ejercitaba este arte por personas viles, pues que coloca entre los infames a los que lidian con fieras bravas por dinero. Y si mi memoria no me engaña, de otra ley u ordenanza del fuero de Zamora se ha de deducir que hacia los fines del siglo XIII había ya en aquella ciudad, y por consiguiente en otras, plaza o sitio destinado para tales fiestas.
Como quiera que sea, no podemos dudar que este fuese también uno de los ejercicios de destreza y valor a que se dieron por entretenimiento los nobles de la Edad Media. Como tales los hallamos recomendados más de una vez y de ello da testimonio la crónica del conde de Buelna. Hablando su cronista del valor con que este paladín, tantas veces triunfante en las justas de Castilla y Francia, se distinguió en los juegos celebrados en Sevilla para festejar el recibimiento de Enrique III cuando pasó allí desde el cerco de Gijón, “«e algunos días, dice, corrían toros, en los cuales non fue ninguno que tanto se esmerase con ellos, así a pie como a caballo, esperándolos, poniéndose a gran peligro con ellos, e faciendo golpes de espada tales que todos eran maravillados»”.
Continuó esta diversión en los reinados sucesivos, pues la hallamos mencionada entre las fiestas con que el condestable señor de Escalona celebró la presencia de Juan el II cuando vino por la primera vez a esta gran villa, de que le hicieron merced.
Andando el tiempo, y cuando la renovación de los estudios iba introduciendo más luz en las ideas y más humanidad en las costumbres, la lucha de toros empezó a ser mirada por algunos como diversión sangrienta y bárbara. Gonzalo Fernández de Oviedo pondera el horror con que la piadosa y magnífica Isabel la Católica vio una de estas fiestas, no sé si en Medina del Campo. Como pensase esta buena señora en proscribir tan feroz espectáculo, el deseo de conservarlo sugirió a algunos cortesanos un arbitrio para aplacar su disgusto. Dijéronle que, envainadas las astas de los toros en otras más grandes para que vueltas las puntas adentro se templase el golpe, no podría resultar herida penetrante. El medio fue aplaudido y abrazado en aquel tiempo; pero, pues ningún testimonio nos asegura la continuación de su uso, de creer es que los cortesanos, divertida aquella buena señora del propósito de desterrar tan arriesgada diversión, volvieron a disfrutarla con toda su fiereza.
La afición de los siguientes siglos, haciéndola más general y frecuente, le dio también más regular y estable forma. Fijándola en varias capitales y en plazas construidas al propósito, se empezó a destinar su producto a la conservación de algunos establecimientos civiles y piadosos. Y esto, sacándola de la esfera de un entretenimiento voluntario y gratuito de la nobleza, llamó a la arena a cierta especie de hombres arrojados que, doctrinados por la experiencia y animados por el interés, hicieron de este ejercicio una profesión lucrativa y redujeron por fin a arte los arrojos del valor y los ardides de la destreza. Arte capaz de recibir todavía mayor perfección si mereciese más aprecio o si no requiriese una especie de valor y sangre fría que rara vez se combinarán con el bajo interés.
Así corrió la suerte de este espectáculo, más o menos asistido o celebrado según su aparato y también según el gusto y genio de las provincias que lo adoptaron, sin que los mayores aplausos bastasen a librarle de alguna censura eclesiástica y menos de aquella con que la razón y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el clamor de sus censores, lejos de templar, irritó la afición de sus apasionados y parecía empeñarles más y más en sostenerle cuando el celo ilustrado del piadoso Carlos III le proscribió generalmente, con tanto consuelo de los buenos espíritus como sentimiento de los que juzgan de las cosas por meras apariencias.
Es por cierto muy digno de admiración que este punto se haya presentado a la discusión como un problema difícil de resolver. La lucha de toros no ha sido jamás una diversión ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás, en otras se circunscribió a las capitales y donde quiera que fueron celebradas, lo fue solamente a largos períodos y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y de tal cual aldea circunvecina. Se puede, por tanto, calcular que de todo el pueblo de España apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión nacional?
Pero si tal quiere llamarse porque se conoce entre nosotros de muy antiguo, porque siempre se ha concurrido a ella y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en otro país alguno de la culta Europa, ¿quién podrá negar esta gloria a los españoles que la apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres criados desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española, es un absurdo. Y sostener que en la proscripción de estas fiestas, que por otra parte puede producir grandes bienes políticos, hay el riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil, es ciertamente una ilusión, un delirio de la preocupación. Es, pues, claro que el gobierno ha prohibido justamente este espectáculo y que, cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones que aún se toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios”.
DdA, XVII/4926
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