miércoles, 25 de agosto de 2021

LA MUERTE DEL TOREO EN GIJÓN Y EN ESPAÑA ES UNA MUERTE NATURAL

Víctor Guillot

Como decíamos ayer… ayer no decíamos nada, porque este Diario Pop estaba en barbecho de verano. Pero lo cierto es que uno no ha dejado de atender a su público, que espera una columna sobre la reyerta taurina que comenzó la alcaldesa de Gijón la semana pasada, anunciando el fin de la feria de Begoña. Como la FIDMA se puso pesada y aburrida, la Alcaldesa decidió que no había más hermoso que ver arder la feria taurina. Así que se acabaron los toros porque sí y porque, finalmente, un toro llamado Feminista y otro toro llamado Nigeriano fueron sacrificados por un torero llamado Morante que, además, suele hacer siempre alarde de sus pocas luces y su voto a Vox. Quiere decirse, querido y desocupado lector, que sólo a Berlanga, del que se cumplen 100 años, se le habría ocurrido un guion tan esperpéntico y cojonudo para hablarnos de esta Españaza absurda y febril.

Uno ha tenido una infancia taurina por tradición familiar, por tradición literaria, por tradición popular y por la fascinación que le ha provocado siempre el sexo, la sangre y la muerte, hasta que se retiró José Tomás. A partir de ese momento, como cuando uno llega a los cuarenta años, me llegó el desencanto. Simplemente, me dejó de gustar. No quería estar ahí. No me iba a convencer un capricho de Goya, por mucho que me admire el genio aragonés, ni tampoco el consuelo de un brillante texto de Bergamín, ni menos aún la devoción de Calamaro o Sabina cantándole a Manolete de purísima y oro. Me cansa terriblemente discutir con un animalista, un antitaurino, un vegano… Solo a mí me interesa saber por qué me gustaron los toros y por qué me dejaron de gustar. Todo lo demás, cualquier crítica, cualquier juicio, sólo consigue que me envuelva en un hastío y un ensimismamiento que a estas alturas de mi vida perjudican seriamente mi salud. Ahí tampoco me verán.

Hombres vestidos de naipe, los vestigios de la historia representados en un gesto real que culmina en un sacrificio pagano. Todos esos argumentos siguen intactos a la hora de defender y comprender la tauromaquia, el toreo. Ni que decir tiene de una rejoneada, el minué limpio de un caballo ante el galope maldito de un astado. He conocido el carácter berroqueño de Paquirri en Málaga, siendo un niño, semanas antes de que fuera empitonado y muerto en Pozoblanco, viajé con Manili en un ferri desde Málaga hasta Melilla y aún conservo la memoria de aquel torero malogrado, embebido de un extraño y siniestro casticismo que lo condujo al fracaso. He disfrutado de dos formas de toreo antitéticas: la estoica, dramática y tenebrista de José Tomás frente a la barroca, grotesca y paulista de Morante de la Puebla. Y he tenido como un referente bipolar a Belmonte, matador de toros, héroe salvaje, sangriento, místico y republicano. También sé que más allá de las grandes tardes que encierra en la noche de los tiempos una épica que solo guardo en mi recuerdo, en muchas ocasiones lo que mis ojos vieron fue un escarnio, celebrado en una España castiza, sucia, endomingada, petarda y erguida en la grada, apoyada sobre un patriotismo de hojalata.

A cuenta del anuncio de Ana González, la afición ha puesto el grito en el cielo. Pero es oportuno preguntarse qué afición es esa. Hace unos cuantos años, el que escribe se fue a trabajar a El Pueblo de Albacete, un periódico local que me enseñó lo que era el periodismo regional que se hace en el sur. Me habían dicho que Albacete era el Nueva York de la Mancha pero, obviamente, me informaron mal, aunque descubrí el significado de lo que era una afición. Quiero decir que hasta entonces, la única afición real que yo había conocido y por la que no sentía el menor interés era la del Sporting de Gijón o la de cualquier otro equipo de fútbol.

Al llegar al Pueblo de Albacete comprendí dos cosas. La primera fue que el humor chanante era puro sentido común en Albacete, sublimado hasta el punto más absurdo y delirante, puro ingenio salvaje volcado sobre la actualidad. Lo segundo que aprendí fue lo que significaba una auténtica y genuina afición, en este caso, por los toros. En La Verdad, la Tribuna o El Pueblo de Albacete se escribía cada día del año tres y hasta cuatro o cinco páginas sobre toros y toreros, tientas, capeas, escalafones, quién tomaba la alternativa, quién se retiraba, qué ganaderías despuntaban, quién prometía, quién fracasaba. Lo que me llamaba la atención era que Albacete tenía la mitad de población que Gijón y, después, que su plaza de toros era de segunda categoría, como lo es la de El Bibio. De ahí concluí que ni la categoría ni la población son determinantes para justificar ni el número de cabeceras que puede llegar a tener un municipio ni la calidad y cantidad de una afición por los toros. Por lo tanto, había que explicar muy bien que la pasión que se extendía en La Mancha por la tauromaquia tenía que tener otra buena motivación. Nada tenía que ver el sentido de la tragedia ni tampoco una mirada antropológica más acentuada que en el norte de España. Si se escribía tanto sobre el mundo del toro y del último pueblo de la Alcarria y más allá, donde en cualquier lugar alguien toreaba, si hasta era importante contar dónde había nacido una joven promesa del toreo, era porque también había alguien, muchos, una afición, que estaba interesada y demandaba todo la información posible. La afición, el público, se articulaba en torno a una agenda incesante de noticias que construía eso que hemos venido en llamar opinión pública y que hace que una industria, en este caso, la del toreo, funcionase, se justificara, se moviera y generase, en el mercado del ocio y la cultura, una oferta y una demanda en torno al toreo.

La afición de Gijón no pretende, ni de lejos, tanta información sobre el mundo de los toros. Se circunscribe a unas exiguas páginas previas durante los días de feria y a sus correspondientes crónicas. Nada mejor que un periódico para conocer qué demandan sus lectores, el otro foro al que acuden los ciudadanos cada día para reconocer el pulso de su ciudad. No está demás afirmar que la crónica taurina se ha convertido en la traslación del género deportivo a lo que acontece en una plaza de toros, lejos de la poética que en otros tiempos logró construir en las páginas de El País Joaquín Vidal, verdadera literatura que quintaesenciaba en a penas 500 palabras la apoteosis o el descalabro final de un torero. Curiosamente, se ha escrito más sobre la plaza de El Bibio en estos días que en los últimos 10 años. Y esto es lo que nos hace preguntarnos si realmente hay un público taurino en Gijón. Personalmente, creo que no.

Lejos quedan aquellos años 80 donde era realmente difícil hacerse con una entrada para ver torear a Antoñete, sentir el toreo triste de Julio Robles, tentar a la suerte con una faena apoteósica o vergonzosa de Curro Romero o rozar la gloria con su simple gesto a de Paula. Pero siempre he sentido que los toros han significado en Gijón un postureo de élites y lumpenproletariado que se disfrazaban de españolazos durante una o cinco tardes consecutivas, que aplaudían a cualquier pegapases que fuera capaz de hilvanar correctamente cuatro muletazos ante las embestidas de un toro mansurrón o que se admiraba de cabestros cojitrancos que pesaban más de media tonelada y a la cuarta verónica caían desfondados sobre el albero. El público de Gijón ha sido un público demasiado generoso con lo que han visto sus ojos, más embebido en estos últimos tiempos por una farsa que por un sentimiento o una afición. En este juego de vanidades y mentiras, creo que los ganaderos y el empresario siempre apostaron por continuar con la farsa, mostrando muy poco respeto por los verdaderos aficionados de El Bibio, que también los hay, pero poquitos, aprovechándose de una prensa regional que nunca atizó debidamente la bochornosa estafa a la que era sometida la feria, año tras año.

Que el PP de Pablo González haya enarbolado la bandera de la libertad para defender los toros en Gijón demuestra poca originalidad y una indigencia intelectual que falta nuevamente el respeto a la inteligencia del público y a la ciudadanía en general. En realidad, las últimas declaraciones de González amenazando con llegar a los tribunales son una prolongación del sentido de la libertad que propaga Isabel Díaz Ayuso hace unos meses y esa manía por llevarlo todo a los juzgados, como si la política dependiera simplemente de la sentencia de un juez. Ni que decir del esperpento provocado por la Alcaldesa de Gijón, que no necesitaba justificar ningún motivo para que en El Bibio se dejase de celebrar la feria taurina de Begoña. Bastaba simplemente con decir que su gobierno no sacaría a concurso la concesión de la plaza y punto. Como se suele decir, en mi hambre mando yo y viva la madre que me parió.

No creo que un toro tenga derechos políticos como sí los tiene una mujer o un hombre. El trato que recibe un animal sólo refleja el límite al que llega nuestra propia dignidad. Nada más, pero tampoco nada menos. La muerte del toreo en Gijón y en España es, por tanto, una muerte natural. El sentido lúdico de la vida camina por otros derroteros. De su muerte no sólo son protagonistas los movimientos animalistas que han creado una nueva conciencia con los animales, realmente errática. También lo son los propios toreros, que no han sabido adaptar el rito a nuevas estéticas, los empresarios, que no han sabido modernizar sus propios negocios y darles un sentido nuevo. Convertido el toreo en un deporte antes que en un arte, sus vidas lejos de la épica y la tragedia estética que tuvo en otros tiempos, transformado en un espectáculo destilado en lefa rosa, sólo queda preguntarse cuál será el último toro en ser sacrificado y por quién. La tauromaquia vive en franca decadencia y sólo se sostiene del fragor de las banderas nacionales. Ni siquiera los votantes de Vox, verdadera vanguardia de la derecha, van a los toros si pueden ir antes a un concierto de Los Planetas. Es el momento de aclararse. La lidia más hermosa será siempre sin público, en una plaza vacía y daliniana, bajo una luna salvaje y caprichosa. Muerto el arte del toreo, sólo así cobrará nuevamente sentido el arte de matar a un toro.

MiGijón  DdA, XVII/4929

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