Daniel Basteiro
“Lorca murió en la guerra de España”. Transformado en el poeta
granadino, un brillante Juan Diego Botto recuerda en Una noche sin luna, el monólogo que se representa con
rotundo éxito en el Teatro Español de Madrid, cómo su asesinato llegó a algunos
libros. “Morí activamente”, casi como si hubiera
hecho un esfuerzo por dejar de existir, por acercar su cuerpo a la trayectoria
de las balas. Como si ser quien era y atreverse a vivir en libertad no hubiera
sido precisamente la causa de su muerte.
Para
algunos, Samuel Luiz sencillamente murió en la madrugada de un fin de semana,
ese en el que reabrió el ocio nocturno en A Coruña. Qué se le va a hacer. Es
desagradable, pero estas cosas pasan. Tampoco hay que darle más importancia de
la que tiene. Afortunadamente, muertes como la de Samuel no son lo habitual. Al
fin y al cabo, España es una democracia plena, un país vitalista en el que luce
el sol, una nación con historia admirada en todo el mundo. Y, si no, basta recordar que hay países mucho peores. Quienes le causaron la
muerte fueron bestias, animales que no merecen ser considerados como seres
humanos.
Pues no.
A
patadas en el suelo y al grito de “maricón
de mierda”,
a Samuel lo mató un grupo de siete personas. No animales o bestias con
forma humana sino personas con padres y madres, amigos, aficiones y vida
social. Personas con muchas otras cosas en común con el resto de ciudadanos.
Como ha escrito en infoLibre Alberto Mira tras
volver de una de las concentraciones de repulsa, “la homofobia se aprende.
Nadie nace homófobo” sino que se trata de un “discurso cultural, perfectamente
articulado, continuamente difundido”. E implica violencia. A veces, simbólica.
Otras veces, física. No se trata, pues, de "irracionalidad con
independencia de su inclinación sexual", como dijo este martes el presidente de la Xunta, Alberto Núñez
Feijóo. No es un misterio inexplicable y, como cosecuencia, sin solución.
Es un comportamiento estructurado y, por lo tanto, modulable y
combatible.
Es
una tentación muy humana tratar de desmarcarse de los agresores homófobos
(de los machistas o xenófobos) expulsándolos un segundito de la condición de
hombres, pero en ellos no hay más que el odio; un virus que, en distinto grado,
puede anidar en cualquiera. Es más, los resgistros indican que en España los
delitos de odio relacionados con la identidad sexual no son infrecuentes sino
que están creciendo.
Los telediarios
hablan de Lorca. El puñetazo en la plaza de un pueblo en una tarde de verano,
el miedo a mostrarse tal y como uno es por miedo al rechazo, las críticas por
ser diferente. El asesinato al grito de maricón. Pasó hace 80 años y no se ha
erradicado en 40 de democracia.
Y,
sin embargo, hay quien se esfuerza en ponerse la venda en los ojos. Es
imprescindible una investigación
diligente sobre lo ocurrido, pero los esfuerzos por desvincular del asesinato los
comentarios homófobos, descritos sin atisbo de duda por las amigas de Samuel,
son una prueba adicional de la magnitud del problema. No se trata de un
elemento insignificante y, si medió en el asesinato, lo mínimo es tenerlo en
cuenta, no correr a descartarlo. Minimizarlo es precisamente lo que convierte
el dolor en rabia. “Lo que te llaman mientras te matan, importa”, como se pudo
leer en una de las pancartas de la manifestación de Madrid. ¡Qué manía tienen
algunos, que ven a ETA en todas partes, de mirar para otro lado ante
ejemplos evidentes de homofobia, la violencia machista o el racismo! ¡Qué
cautos se vuelven, de repente, los que se apresuran a dictar sentencia sobre
cualquier cosa!
Es
aún más hiriente sostener sin ruborizarse que los discursos de odio de Vox no contribuyen a
crear un caldo de cultivo que favorece las peores tragedias. Las palabras no se
vierten en un vacío inconsecuente y sin memoria. Y lo último que sabemos de Vox
es que considera la homosexualidad una "tendencia" (como si fuera una
moda o un hashtag de Twitter) y que se abraza siempre que puede a los
países que, desde dentro de la UE, prohiben Harry Potter o Friends para niños y
adolescentes. Lo que dicen dirigentes de un
partido que representa a 3.650.000 ciudadanos importa, como también
importan todas las actitudes de militantes de base que no condenan, los
expedientes que no les abren o las descalificaciones que vierten, a veces en
forma de iniciativa parlamentaria. Por no hablar de los partidos que,
condicionados por Vox, callan o van poco a poco dando pasos atrás. En pleno
siglo XXI hay dirigentes que se oponen a la adopción por parte de parejas LGTBI
(Santiago Abascal sólo lo acepta para niños “a los que no quiere nadie”), que denuncian opresión
por parte de los homosexuales, que imponen su ley (Iván espinosa de los Monteros), que defienden las llamadas
terapias de conversión (Rocío Monasterio) o creen que toda ley que reconoce
derechos a las personas LGTBI ataca las libertades de los demás, la tradición o
a la Iglesia. Si todo esto lo vierten cargos públicos, que representan a
los españoles en instituciones como el Congreso, ¿de verdad alguien se
cree que es inocuo, que no persigue y que no tiene efecto alguno en la
sociedad?
Los
telediarios hablan del odio de los tiempos de Lorca. Entonces, como ahora, para
muchas personas es un reto la legitimidad, el puro derecho a existir como uno
es en su propio país sin que eso suponga ningún problema. El desafío sigue
siendo, sencillamente, el respeto, el no
basar un proyecto propio en la oposición al otro.
Una
noche sin luna tiene muchos momentos emotivos. Uno es la referencia al
barco de Teseo (no lo cuento, que los autores no quieren, pero hay una pista aquí). Otro
es la reivindicación de la cultura y su carácter emancipador (“Si tuviera
hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que
pediría medio pan y un libro”). Porque las palabras importan, debemos llamar a
las cosas por su nombre. Otra, la humildad y belleza que
reside en asumir que nuestra existencia es, en relación a la
historia del planeta, tan pequeña como una mota
de polvo.
Razón de más para cuidarla.
En
un momento, frente al discurso del odio, el Lorca de Botto y Peris-Mencheta reivindica,
ni más ni menos, la definición más amplia e
inclusiva de patria. La patria es poder estar vivo y poder vivir. Ser español es,
también, poder ser. Así lo entendemos muchos sin creernos en ningún momento más
que los demás. “¡¡Yo soy este país!!”, clama Lorca, exigiendo respeto a
los que basan su seguridad en poder exterminarle. Samuel ya no podrá. Por su
memoria, que es la nuestra, nos toca a los demás recordarlo.
InfoLibre DdA, XVII/4887
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