jueves, 22 de julio de 2021

ALFONSO PELÁEZ, DIVERTIDO, SARCÁSTICO, JOCOSO

Víctor Guillot

Tenía alma de niño, ese niño atravesado en las calles del centro que lo sabía todo y lo conocía todo y a todos en su barrio. Esa mirada traviesa y esa sonrisa inteligente explicaban que cada billete de Peláez era una travesura de dos párrafos, escrita a mano, a máquina, con la celeridad del gacetillero que se ha enterado de la muerte de un vecino antes que nadie y llega a la redacción para contarlo.

Alfonso Peláez se ha muerto pero deja un fiel reflejo de lo que ha sido el viejo costumbrismo de Gijón. Todo costumbrismo es una visión exagerada de la vida. La suya consistía en amar sus vecinos como pocos lo han hecho y contándolo recurrentemente en las páginas de La Nueva España con la gracia suficiente para reconocerle el mérito de poder escribir y hacerlo bien en cualquier lugar, a cualquier hora, de cualquier modo y manera. Su acervo gijonés le permitía competir con cualquiera sobre nombres, muchos ilustres, otros no tanto, del todo Gijón que ha deambulado por la ciudad en los últimos cincuenta años. Era una enciclopedia local de eso que Unamuno llamó la intrahistoria, el relato íntimo y vital de un pueblo que aspira a todo, a penas consigue algo y gracias a su ironía logra preservar la dignidad.

Peláez ha sido un escritor de su época. El escritor de época es por antonomasia el escritor de periódicos, el que ha estado atento a su tiempo y escribe sobre él. El tema de Peláez era la calle y sus gentes, el pintoresquismo que ha dado relieve a una ciudad industrial que iba lentamente perdiendo sus chigres, sus comercios. Sin más pretensión que la de dar un apunte personal que satisficiera su propia vanidad, ofrecía al lector un dato, un hecho, un acontecimiento que sólo cuatro gijonudos podían conocer. Su manera de ver, escribir y vivir encajaba, ya digo, perfectamente, con esa espontánea forma de rellenar huecos con literatura en la que se ha convertido el periódico. Lo más interesante de Peláez es que traslucía un sentido ético de la vida liberal, divertido, sarcástico y jocoso, capaz de convertir la anécdota en categoría.

No lo había pensado hasta este momento en el que escribo, pero es curioso que Alfonso se haya muerto cuando todo ese Gijón coetáneo suyo también ha ido muriéndose, desapareciendo, precediéndole. Sin embargo, aunque todos los negocios se mueren, el de su droguería permanece. Creo que la droguería ha sido la trinchera de Peláez. Todo escritor se hace una desde la que defender su voz. En fondo, todo hombre o mujer se atrinchera en un lugar, lo vuelve confortable y desde ahí extiende su vida. Era inverosímil que un articulista lo hiciera desde una droguería, pero sin lugar a dudas, era un lugar idóneo para hacer el billete, porque en la droguería, entre fórmulas, lejías, escobas y polvos de talco, uno podía averiguar que se cocía en Gijón por la gente que entraba y salía.

Como diría Juan Ramón Pérez las Clotas, «ahora toca echar una lagrimina». Alfonso forma parte de nuestra biografía sentimental. En los tiempos de la tertulia del Hotel Asturias se sentaba a mi lado, haciendo piña con Bardales y José Luís Martínez. Era la sección roja de la tertulia. Se les echa de menos a todos ellos. Marcaron una manera de estar y de ser presidida por la generosidad y la concordia. Hombres de buen dejo, machadianos, que permanecerán en nuestro recuerdo siempre. Buen viaje, Peláez.

MiGijón.com DdA, XVII/4900

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