"Los historiadores tenemos poco que decir
sobre los embrollos actuales. Tenemos razón cuando pedimos una imagen más
compleja, menos simplificada e ideologizada del pasado remoto o inmediato. La
historiografía catalana actual no puede lanzar la primera piedra. Antes
mitificó el pasado medieval pensándolo como una sociedad ordenada e
independiente, todo falso; ahora ha añadido la idea de una lucha constante
contra el poder monárquico, una ilusión tan fuera de lugar como la anterior. La
única forma de obtener la visión más compleja que pedimos es midiendo y
comparando con realidades próximas en Europa y en el mundo. Afortunadamente, la
historiografía internacional va en esa dirección.
Volviendo a los problemas del presente,
parece obvia una primera conclusión: estamos pagando los platos rotos de más de
dos décadas de pujolismo, un régimen basado en el nacionalismo como cultura y
la inmoralidad como práctica de gobierno. Los resultados han sido nefastos. Es
notorio ahora mismo. Como ciudadanos, tenemos la obligación de intentar
modificar esta dinámica de futuro, se lo debemos a las generaciones venideras.
El fruto más problemático del procés es haber fabricado una
fractura interna entre catalanes que dificulta que se haga política de verdad,
exigir responsabilidades a alguien o por alguna cosa. Siempre se tiene a punto
una coartada. Esta era, de hecho, la motivación de una empresa desmesurada,
tener dos gobiernos funcionando uno junto a otro, uno para administrar y el
otro para preparar una insurrección de estar por casa. Nadie con un dedo de
frente podía creer que entre España y Francia, dentro de la UE, se podía hacer
de irlandés de 1916.
Al final del franquismo, una sociedad catalana
seriamente movilizada pudo encontrar la manera de plantear un consenso
estilo lib-lab (liberalismo y laborismo). Es decir: construir
un sistema político que respetase las libertades democráticas y pusiese en
marcha políticas de mejora de las condiciones de vida de las clases populares.
Han hecho políticas de este estilo tanto Pujol como Maragall, cada uno a su
manera, con deficiencias de sobra conocidas y que no podemos excusar. El
franquismo se agotaba y las fuerzas antifranquistas estaban dispuestas a
entenderse con otras que en Cataluña habían contemporizado o colaborado con la
Dictadura, anteponiendo este consenso como la única solución viable.
Esto lo protagonizan el mundo en torno a Jordi Pujol y las izquierdas, al menos hasta final de siglo. Sin excluirse mutuamente –y aún menos excluir a sectores de la ciudadanía–, con un acuerdo de mínimos de fondo, a menudo con reparto de áreas de influencia, de una moralidad dudosa y falta de visión. El procés pulveriza esta dinámica de inclusión, pacto y poca vigilancia, marginando a la mitad del país como poco. De hecho, ese era el gran y triste objetivo de una operación tan torpe. Hasta que la confianza social no vuelva a constituir el fundamento de la sociedad civil no existe posibilidad de hacer política de verdad, de plantear una vía de progreso real. La sociedad catalana no podrá reconstruir los consensos más básicos mirándose el ombligo. Sería de un solipsismo aterrador y suicida. Hay motivos para temer los riesgos que supondría este lamento.
En los últimos treinta años se han
producido dos cambios globales sin cuya comprensión afinada no podremos volver
a ocuparnos de la realidad. Uno es la consolidación de la Unión Europea, el
área de soberanía en la que estamos insertos catalanes y españoles. La
soberanía, hoy, ya no reside ni en la nación (nunca fue así) ni en el
estado-nación que había sido España, sino que reside en la Unión Europea y es
con esta con quien se debe negociar y planificar el futuro. Ya era así hace
veinte años, pero la pandemia y la eclosión de nuevas tecnologías lo han puesto
de manifiesto de manera contundente. Del mismo modo que ha puesto de manifiesto
que el reto más importante que tenemos ahora es el de un equilibrio posible
entre las actividades humanas y el mundo en el que vivimos.
Una competición nacionalista no parece
el mejor camino para hacer frente a un desafío global de estas dimensiones. Por
lo tanto, los catalanes no podrán abordar ninguna de las cuestiones decisivas
de nuestros días al margen del resto de los españoles y de los europeos. Toda
negociación –la política tout court— tendrá lugar dentro de la
Unión Europea, de los organismos internacionales, y atendiendo a las
imposiciones de los grandes poderes emergentes, nos guste o no. I es aquí donde
debemos reforzarnos y hacer «política fina», como habría dicho el general Prim.
Por lo tanto, es perentorio que se restablezca la confianza interna en casa,
entre ésta y la española, y de ambas con Europa. Costaría mucho convencer a
alguien de que la política catalana de los últimos años es digna de confianza,
sea cual sea la idea que se tenga del trato recibido por parte del Estado
central. Salir de prisión diciendo «lo volveremos a hacer» no parece lo más
inteligente.
Además, la idea de que podemos encontrar
una solución propia a los retos que se nos plantean es poco más que una
distracción para críos. Esta solución propia ya no existe. Las fuerzas y los
actores sociales y económicos reales que ahora empujan hacia la recomposición
del orden mundial no existían hace veinticinco años. La economía digital, las
empresas situadas en primera fila, han hecho que las condiciones de trabajo
hayan mutado de una manera tan sustancial que nos habría resultado difícil de
creer unas décadas atrás. Una vez más ha sido un virus maligno el que ha puesto
esto en evidencia. Este choque afectará duramente al mercado de trabajo,
provocará cambios drásticos que persistirán de forma destructiva durante mucho
tiempo.
Para muchos sectores sociales (jóvenes,
inmigrantes, gente con bajo nivel educativo) el cambio tecnológico y social
supondrá una experiencia dura y negativa. El mundo del trabajo manual tal como
lo conocíamos está desapareciendo. No quiero decir que no haya trabajo manual
sino que éste se mueve en una condiciones cada vez más infames en todas partes,
con exigencias e índices de paro aterradores. Hay sectores de la población que
viven con salarios muy bajos mientras observan cómo, muy cerca, otros disfrutan
de unas condiciones muy favorables.
En 1845, un joven conservador, Benjamin Disraeli, publicó una novela, Sybil, or Two Nations. Era el mismo año en que Engels publicaba su estudio sobre las condiciones de vida de la clase obrera fabril. Ambos se referían a una Inglaterra partida en dos sociedades y dos formas de vida. En parte, y salvando todas las distancias, estamos en las mismas. Cambio social y condiciones de vida han sido los grandes temas de los historiadores del siglo XX. ¿Hay que hacer una historia más tradicional y más distraída, obritas de entretenimiento y biografías de grandes personajes? No lo creo.
Vuelvo a la idea de fondo: sin
reconstruir los vínculos internos que unen a la sociedad catalana será
imposible entender y explicarnos lo que sucede en toda su magnitud, dar una
respuesta de la altura que merece y conviene. La generación que sube, aquella
que se ha formado de una manera lo bastante sólida en los últimos veinte años,
ha de encontrar un espacio para reflexionar y negociar sobre estos temas para
poder aportar soluciones. Por eso hay que desplazar a quien ha gobernado (o
consentido que gobiernen) en las últimas décadas. Lo mínimo que podrían
(podríamos) hacer es no molestar.
DdA, XVII/4889
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