lunes, 17 de mayo de 2021

LA FIAMBRERA: EN MEMORIA DE GREGORIO DELGADO TORRE, ABUELO DE MIS HIJOS


Valentín Martín

El muchacho está labrando las tierras de su padre mientras abajo, en la botica Felipe termina el libro "Versos y oraciones de caminante". Para entonces ya ha escrito el poema "Qué lástima" destinado a un escritor, Enrique Gracia Trinidad, que lo recitará mejor que nadie. Felipe piensa que es el momento también de cambiar de nombre con sospechas monárquicas. Y le añade un León delante que en su pueblo zamorano de Tábara sorprendería mucho. Así que a partir de ese instante de la botica y los versos quedará en la memoria como el republicano León Felipe.
El muchacho está luego tumbado boca abajo junto a un compañero en una pequeña loma donde crece una hierba rala que no da para el alimento diario de una cabra. Tierra pobre, otoñal y deshojada como el porvenir de un perro callejero. Los dos están disparando sus fusiles máuser que les han entregado en el cuartel después de un periodo corto de instrucción. En realidad no es que disparen al aire, que Dios está en todas partes, como años después escribiría la poeta Isabel Escudero. Es que delante de la pequeña loma hay una vaguada de escasas profundidades que se cierra en otra loma donde se supone está el enemigo. Ellos no ven a nadie y creen que no hay nadie que los vea. Pero siguen disparando su máuser como si les fuese la vida en ello. Y les va.
No se sabe cuál de los dos empezó la fugaz discusión.
-Oye, que te han dado.
-A mí no, será a ti.
Ninguno de los dos ha sentido la bala. Pero por el pequeño espacio que separa sus cuerpos desciende un riachuelo de sangre. Y es en ese mismo instante en que los dos están mirando la profanación de la tierra por la sangre dudosa cuando a él se le apaga el sol y se desmaya.
Cuando despierta, está en un hospital luchando no por ganar la guerra sino por no perder la vida. La bala le ha entrado por el pecho y le ha salido por la espalda. Quizás eso fue lo que hizo que no lo matara. Siempre conservó el circulito rojo de simetría perfecta que dejó la bala al entrar por el pecho. Parecía un tatuaje como el mínimo grito preciso de su segundo nacimiento.
En aquellos años 30, en plena guerra civil, con escasos recursos para luchar contra una bala que te atraviesa como una víbora convencida de que ha perdido su memoria y cree que busca una piedra donde esconderse cuando en realidad está atravesando el tórax donde residen los pulmones de un muchacho labrador, morir o vivir ni siquiera llega a ser una interrogante para los médicos.
¿Cómo ha llegado allí el muchacho? Poco a poco se va despejando la niebla y recuerda que una atardecida, al bajar de labrar las tierras del padre, le llamaron a la plaza. Allí esperaba un camión militar, un chófer, y tres o cuatro mandos. Le hicieron subirse al camión como a otros muchachos del pueblo, ni siquiera tuvo tiempo de despedirse del boticario León Felipe, qué lástima, piensa mientras el camión sale del pueblo y se los lleva. Los 600 aviadores nazis que Hitler había mandado para ayudar a los sublevados, habían masacrado a los españoles mientras ensaynaban y perfeccionaban sus métodos de combate para otra guerra más grande y más importante para ellos. La república se quedaba sin soldados y tuvieron que llamar a los niños.
Cuando dejó atrás el pueblo, el muchacho tenía 17 años.
“En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.” Estas palabras del actor y locutor Fernando Fernández de Córdoba, las oye el muchacho el 1 de abril de 1939. Ya está curado, ya no existe una patria a la que defender, así que vuelve al pueblo.
En el pueblo ya no está el boticario León Felipe, el inquieto poeta se ha marchado un año antes a México y no volverán ya a verse. Todo parece que regresarán los bellos estíos de la infancia del muchacho, interrumpidos por el pavor que llamó a su puerta. Pero quien llama a los pocos días es la guardia civil. Se lo llevan detenido y él no sabe por qué. Son tiempos en que la delación lleva las alas de los pájaros de la muerte. En el caso del muchacho nada tiene sentido, pero también las denuncias falsas reclaman su olor antiguo.
Muchos años después, una mujer de apariencia frágil pero de un arrojo casi salvaje que le hace abandonar a su partido cuando se siente traicionada por Santiago Carrillo y emprender una lucha partisana y casi a solas, le confiesa a este escribidor que toda su vida vivió con la sospecha de la delación cuando la policía torturó y asesinó el 20 de enero de 1969 a su novio Enrique Ruano. Alguien cercano tuvo que ser.
El muchacho ingresa en la primera cárcel, a la espera del juicio por un tribunal militar. Sabe que todos los que están allí con él ya están condenados de antemano. A muerte.
Y condenado a muerte lo llevan a una segunda cárcel para esperar el amanecer y las tapias de los fusilamientos. Cada vez que sale el sol y entra el pelotón todos creen que ha llegado la hora de morir bajo las balas españolas como ellos. Va menguando la población de la cárcel. Y un día se lo llevan. Se despide de los que quedan allí con una mirada.
Pero no lo llevan para matarlo sino para comunicarle que su condena a muerte ha sido modificada por la de treinta años y un día “por auxilio a la rebelión”. Él no lo sabe, pero lo mismo le pasó al poeta Miguel Hernández.
No sabe por qué lo sacan de esa cárcel después de muchos meses para llevarlo a otra cárcel, donde volverá a sufrir la tortura, el hambre, el asombro de no saber nada de lo que está pasando. Está seguro de que ya no lo van a fusilar, pero no de sobrevivir a la pesadilla más honda cada día de no conocer la libertad ya nunca.
Han pasado los años y de esa tercera cárcel se lo llevan también un día por sorpresa. Sube a un camión con otros presos y emprende un camino largo que le llevará hacia el sur a un campo de trabajo, eufemismo de los campos de concentración que oficialmente jamás hubo en el franquismo. Y en ese campo de concentración, trabajando 17 horas diarias, pasa muchos años.
Atrás quedó el muchacho que labraba las tierras del padre mientras los aviones nazis arrasaban pueblos de España. A él ya se le esfumó lo mejor de su vida, por no decir la vida entera, porque no atisba a ver el momento que salga del cautiverio. Para un inocente la esclavitud es el peor de los infiernos.
Y un día le llaman al barracón donde el capitán tiene su oficina. Le entrega un papel donde dice el delito por el que ha estado allí. Y también que puede salir libre. Pero no libre del todo porque sí hay libertad con cadenas. Y sus cadenas son otros tres años de destierro que ha de intentar vivir hasta poder pisar su pueblo.
Al pueblo regresa demasiado tarde para poder quedarse en él. Así que visita a sus padres y se va.
Y es en la ciudad donde parece encontrarse con lo que queda de él. Tiene trabajo, y por primera y única vez en su vida tiene suerte. Casado, con hijos, con largas jornadas soportables de faena
Y libre. Sale de casa por la mañana temprano, lleva la comida en una fiambrera como otros muchos trabajadores, y vuelve a casa a la caída de la tarde.
Volver a casa, que hermosas son las tardes, le parece. Ya no es aquel muchacho de 17 años que trabajaba la tierra del padre. Su rostro tiene las huellas de la heredad de las ruinas. Pero no la agresividad de las ortigas. Ahora es un hombre callado y sumiso que goza del silencio o las charlas tranquilas con los amigos. He aquí un hombre en paz consigo mismo, pese a todo, he aquí un hombre en paz consigo mismo, dicen todos los que le conocen. Quizás porque siempre fue inmune al odio.
La muerte llamó a su casa por sorpresa. Penetró como un pequeño veneno en su corazón atormentado durante tantos años de la venganza de los vencedores. Todo en su vida ocurrió demasiado pronto.
La noche que la familia veló su cuerpo malherido por la memoria, apareció un cura. Vengo de visita, dijo. Y mirando su cadáver lo profanó con estas obscenas palabras:
-¿Qué edad tenia? No era muy viejo. Bueno, ya disfrutó de la vida.
Acababa de darle el tiro de gracia al que todos los fusilados tienen derecho.

DdA, XVII/4849

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