Félix Población
Con la compra de diputados del
partido naranja por el Partido Popular en la región de Murcia, se ha vuelto a
escribir sobre la democracia española un capítulo más del transfuguismo
político, esa negra sombra que desde la restauración constitucional no ha
dejado de acompañarnos. Su perduración al cabo de más de cuarenta años denota un
alarmante grado de deterioro democrático.
Prefiero no poner nombre a
quienes han hecho pública en las últimas semanas lo que a todas luces es una
estafa política y una flagrante anomalía del sistema político vigente, pero no
me puedo resistir a buscar los antecedentes de ese estigma que, sin remontarnos
más allá en la historia, están en los orígenes mismos del régimen de 1978, tal
como registró Jorge de Esteban en El
fenómeno español del transfuguismo político y la jurisprudencia constitucional.
En dicho artículo, publicado en
la Revista de Estudios Políticos en
1990, el autor cifraba en 89 los casos en que un diputado cambió una vez de
grupo político a lo largo de 16 años, si bien el número se incrementa hasta los
180 si contáramos cada una de las adscripciones de un mismo diputado a un grupo
distinto como una unidad a lo largo de las cuatro primeras legislaturas, puesto
que algunos figuraron en cuatro y hasta cinco grupo parlamentarios diferentes.
El mismo Jorge de Esteban
consigna que no hay ejemplo en la política comparada de una democracia que en
poco más de tres lustros haya registrado tan alto número de tránsfugas en el
Congreso de los Diputados, siempre durante una misma legislatura. Esa anomalía,
a la que llama con toda propiedad cáncer de nuestro sistema político, puede
actuar como un torpedo contra la línea de flotación de la democracia por
falsear la representación política, debilitar el sistema de partidos,
perjudicar la gobernabilidad, favorecer la corrupción y deteriorar la cultura
política democrática, según hemos podido comprobar en España.
Frente a ese transfuguismo
lacerante para la salud democrática del país, estos días hemos asistido a una
lección de dignidad ética y política insólita en medio de tanto trepador sin
escrúpulos de conciencia como los que se han asomado estos días a la actualidad
para no perder sus mamandurrias. Se llama Ángel Hernández, el mismo que se
enfrentó a quienes se opusieron y oponen al derecho a una muerte digna –hoy realidad
gracias a la ley de eutanasia- y favoreció ese final a su compañera, después de
soportar durante años el dolor y el sufrimiento en que se había convertido su
vida.
A Hernández le propuso Unidas
Podemos figurar en las listas como candidato a la Asamblea de Madrid y Ángel agradeció
el ofrecimiento, pero renunció a ello porque un escaño de diputado suponía que pudiera
llegar en calidad de aforado al juicio que tiene pendiente por haber ayudado a
morir a María José, con el consiguiente furor cainita de la derecha mediática,
ya suficientemente envilecida en sus arrebatos contra Unidas Podemos.
Ángel Hernández quiere
presentarse como Ángel Hernández ante los tribunales, con toda la dignidad y
honra de quien luchó por un derecho que ya es un hecho. Y también quiere dejar
constancia con su voz de luchador antifranquista, en coherencia cabal con la
decisión que tanto lo ennobleció en su día como ser humano, que hará lo posible
para que el 4 de mayo el voto a la decencia le pueda al que no deja de mirar hacia
atrás con la ira del resentimiento, la intolerancia y el encono retrógrados.
*Artículo publicado hoy en La última hora
DdA, XVII/4801
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