Valentín Martín
Allá, en los altos donde no alcanzan a dormir las orillas, está la luna vigilando la terrible piedad de los niños. Aquí cerca, ya no está la fragua, no queda ni la claridad mentirosa de su sueño de fuego y martillos para antiguos romances, el herrero se metió a monaguillo primero y después se nos fue más allá de esa luna con ojos de alerta. A la derecha del Padre estará bien seguro, buen hombre fue como todos los del pueblo, y quizás pagó más que ninguno para ese viaje a la paz sin grillos ni perturbaciones, cada madrugada de domingo o de fiesta los mozuelos y mozuelas sigilosos le sacaban el carro del corral del barrio de abajo y lo dejaban en medio de la plaza, arriba del todo, bien cuidado de tilos, chopos, rosas y sauces llorones que no aprendieron a llorar nunca sino a mirar con envidia el rincón donde antes los amantes se amaban nocturnos y sin bajar la cabeza.
Enfrente,
está el dios de los trigales, y cada mañana abre el portón para que al encender
el sol entre un río lujurioso de pájaros y pájaras, dulces como comer amor de
una mano. A mitad del camino entre la casa y el horizonte hay una encina para
ahorcados que nunca usó nadie.
Hoy
Chema Sánchez ha abierto la ventana y yo he visto primavera en esta mañana de la
cruz, y hasta vírgenes juanromonianas en la era, tengo derecho a creer en mí
desde el fondo corredor del oscuro tiempo. Y me he vuelto de mi casa de Siena a
esta casa donde mi madre dio sus últimos pasos y miró también por la ventana
antes de irse. Las ventanas nos limpian el miedo de las casas, amansan la
hostilidad de los guijarros que en la noche desazonan tu cuerpo como si alguien
se negase ya a ararlo, y la cama huele a trigales.
Ya no
hay crisantemos en el patio.
Me
pregunto por qué el herrumbre de las flores, la inexplicable ausencia de gente
en las calles, la colina deshabitada de melodías o abejorros, por qué también
mi abuela Engracia guardaba el dinero en la faldriquera con su perra de no
querer morirse sin ir antes a Tierra Santa. No se daba cuenta que tierra santa
era esto, y que el sitio que quería mi abuela Engracia estaba reservado para el
herrero. Qué se le va a hacer, lejana abuela, si el acomodador era San Pedro.
Siempre estuvieron muy bien pagadas las fuerzas del orden y tuvieron esa prebenda:
la de decidir el destino de cualquiera. ¿Que San Pedro negó tres veces a Cristo
y usted ninguna? Pues será que el juez consideró lo suyo peor que tres veces
una mentira.
Algunas
noches de verano abandono este lugar tan amado a pesar de que en él no respiró
ningún mediodía de mi infancia. Me voy por los pueblos donde el rostro del agua
canta. Y cuando cesa la música tupida de ascuas como la cabellera de una mujer
irisiada de viento y deseo, cuando el reloj toca a acabarse el zumbido meloso
de plazas extrañas, vuelvo a esta casa y escribo.
Escribo
sobre hombres puros y diáfanos que se niegan a que haya huérfanos, y soledades
como invernaderos en mitad del verano. Por eso cantan, por eso tocan, por eso
despiertan a la lejanía de las violetas para que se junten en torno a ellos y
su alegría itinerante. Supongo que a ellos San Pedro también les tendrá en
cuenta por delante de mi abuela Engracia.
Y
después de escribir, salgo a las calles desiertas a las cuatro de la mañana con
la crónica en las manos, ya se sabe que los viejos periodistas estamos locos. Y
mirando fijamente la pantalla, aguzando el oído como un cómplice, ando y ando
el camino hasta que el wiffi de mi prima Victoria -que es un wiffi para matar
elefantes- pita mientras ellos duermen, le doy rápido a enviar y ya tiene el
periódico mi crónica de lo que acaba de pasar en algún lugar de la provincia
donde los músicos llamaron al arco iris y vino.
Luego,
me tumbo a contar las estrellas, a llamar a alguna por su nombre, a vigilar los
aviones que van a América cargados de adúlteros. Y después de un rato, entro en
la casa y duermo, que el panadero no llama pitando hasta eso de las 11 o así.
Y cuando
alboree, yo seguiré sin prisa. Balancearé un rato más mi viejo misterio, me
vestiré de guapo, porque han de venir luego Gabriel Calvo y Gemma, Montserrat
Villar y Nacho, María Ángeles Pérez y Miguel. Una comunidad de amigos para
espantar la melancolía sin poesía y música. Comuneros de amores tranquilos, de
emociones tranquilas, de palabras tranquilas, de la eternidad de un día, de la
vida perfecta.
En esta
casa, donde nunca hubo un cautiverio.
DdA, XVII/4736
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