Félix Población
Más de ochenta años
después del crimen (84), Concha, la hija de Claudio Doroteo Diéguez, recibió hace
unas semanas con un apretado abrazo y lágrimas muy hondas de la niña huérfana
que fue los restos mortales de su padre, asesinado en septiembre de 1936 en
Alsasua.
Las imágenes del acto de entrega las transmitió EITB.EUS -algo que posiblemente no podríamos haber visto en los tediosos telediarios de la actual e insoportable televisión pública estatal- mostraban a una anciana abrazada a la caja que contenía los huesos de su progenbitor sin poder contener el llanto, un llanto corto, discreto, intenso, cuya espontaneidad al cabo de toda una vida de espera y justicia revela cuánto les debemos a los hijos de los vencidos.
Durante su larga
vida, esta mujer navarra, como tantísimos hijos e hijas de las víctimas del
franquismo enterradas sin nombre para ser pasto del olvido, ha mantenido en su
memoria la doliente ausencia de aquel militante de la CNT que se unió a su
madre para darle la vida, poco antes de que se desatara la barbarie represora en
Navarra: más de tres mil republicanos fueron ejecutados y asesinados por las
tropas sublevadas en una provincia donde -como en no pocas del país- no
hubo apenas resistencia armada. (Esto casi siempre lo olvidan algunos al hacer
balances de sus historias).
Como el de Concha,
así de intenso y hondo fue y sigue siendo el dolor de esa memoria democrática que
durante décadas se ha pretendido dar por enterrada, borrando la identidad y
hasta el rastro de los restos mortales y los nombres que la pueblan. “Un olvido
de todos para todos”, sentenció una vez el fallecido Xavier Arzalluz hace
muchos años, pretendiendo acallar lo que por naturaleza y sentir, y también por
honor, debería aflorar y afloró en los hijos de los hijos de las víctimas.
Quien no se
conmueva ante esas imágenes de Concha llorando abrazada a tan larga ausencia
como la de su padre asesinado, carece de la sensibilidad cívica requerida para
integrarse en ese país digno y democrático que aspira a la convivencia, sin las
estridencias cainitas que algunos pretenden aguijar y ciertos medios de
comunicación no dejan de cebar desde hace demasiado tiempo.
No voy a añadir la
opinión que me merecen quienes desde el estamento militar –en pasivo o en
activo- son capaces de instar por la mensajería digital o epistolar a favor de
un giro de timón retrospectivo o, incluso, de una nueva masacre como aquella de
los tres años de guerra y algunos más de dictadura, pero sí preguntarme cómo es posible tanta y tan brutal mezquindad al
cabo de tanto tiempo desde que ocurrió aquel tsunami de vesania. Cómo puede
concebirse tanto y tan añoso resentimiento cuando asistimos a imágenes como la
de Concha, con todo ese amor y dolor abiertos en ese abrazo de tembloroso
gemido.
Lo que cabe en este
caso, como en tantos otros pendientes durante demasiados lustros bajo la tierra
de este país, es tener muy en cuenta las palabras de la propia hija del
anarquista navarro, asesinado en las primeras semanas de aquella espantosa
guerra, cuando matar era un consigna de exterminio: "Nos dicen que hay que olvidar, pero no se puede
olvidar porque si no parece que te han matado también a ti".
Por
sentir, pensar y expresar esas perspicaces palabras, a Concha se le derramó
todo la vida interior acumulada de espera que se contenía en su llanto,
estancado como una emoción sin cauce aguardando abrazar la querida magnitud
mortal de quien puso a su hija a vivir -tan a fondo y hasta el fin de sus días-
como para vencer así al olvido, de un modo tan radicalmente humano que quizá
espante a todos cuantos miran hacia atrás con ira. A estos, por querer dar vida
otra vez a la muerte como proyecto exterminador, deberíamos darlos por muertos en un país libre.
Es lo que cabe con el odio cuando el objetivo es la convivencia.
*Artículo publicado hoy también en InfoLibre.
DdA, XVII/4733
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