lunes, 18 de enero de 2021

LA HIJA DEL ANARQUISTA



Félix Población

Más de ochenta años después del crimen (84), Concha, la hija de Claudio Doroteo Diéguez, recibió hace unas semanas con un apretado abrazo y lágrimas muy hondas de la niña huérfana que fue los restos mortales de su padre, asesinado en septiembre de 1936 en Alsasua. 

Las imágenes del acto de entrega las transmitió EITB.EUS -algo que posiblemente no podríamos haber visto en los tediosos telediarios de la actual e insoportable televisión pública estatal- mostraban a una anciana abrazada a la caja que contenía los huesos de su progenbitor sin poder contener el llanto, un llanto corto, discreto, intenso, cuya espontaneidad al cabo de toda una vida de espera y justicia revela cuánto les debemos a los hijos de los vencidos.

Durante su larga vida, esta mujer navarra, como tantísimos hijos e hijas de las víctimas del franquismo enterradas sin nombre para ser pasto del olvido, ha mantenido en su memoria la doliente ausencia de aquel militante de la CNT que se unió a su madre para darle la vida, poco antes de que se desatara la barbarie represora en Navarra: más de tres mil republicanos fueron ejecutados y asesinados por las tropas sublevadas en una provincia donde -como en no pocas del país-  no hubo apenas resistencia armada. (Esto casi siempre lo olvidan algunos al hacer balances de sus historias).

Como el de Concha, así de intenso y hondo fue y sigue siendo el dolor de esa memoria democrática que durante décadas se ha pretendido dar por enterrada, borrando la identidad y hasta el rastro de los restos mortales y los nombres que la pueblan. “Un olvido de todos para todos”, sentenció una vez el fallecido Xavier Arzalluz hace muchos años, pretendiendo acallar lo que por naturaleza y sentir, y también por honor, debería aflorar y afloró en los hijos de los hijos de las víctimas.

Quien no se conmueva ante esas imágenes de Concha llorando abrazada a tan larga ausencia como la de su padre asesinado, carece de la sensibilidad cívica requerida para integrarse en ese país digno y democrático que aspira a la convivencia, sin las estridencias cainitas que algunos pretenden aguijar y ciertos medios de comunicación no dejan de cebar desde hace demasiado tiempo.

No voy a añadir la opinión que me merecen quienes desde el estamento militar –en pasivo o en activo- son capaces de instar por la mensajería digital o epistolar a favor de un giro de timón retrospectivo o, incluso, de una nueva masacre como aquella de los tres años de guerra y algunos más de dictadura, pero sí preguntarme  cómo es posible tanta y tan brutal mezquindad al cabo de tanto tiempo desde que ocurrió aquel tsunami de vesania. Cómo puede concebirse tanto y tan añoso resentimiento cuando asistimos a imágenes como la de Concha, con todo ese amor y dolor abiertos en ese abrazo de tembloroso gemido.

Lo que cabe en este caso, como en tantos otros pendientes durante demasiados lustros bajo la tierra de este país, es tener muy en cuenta las palabras de la propia hija del anarquista navarro, asesinado en las primeras semanas de aquella espantosa guerra, cuando matar era un consigna de exterminio: "Nos dicen que hay que olvidar, pero no se puede olvidar porque si no parece que te han matado también a ti".

Por sentir, pensar y expresar esas perspicaces palabras, a Concha se le derramó todo la vida interior acumulada de espera que se contenía en su llanto, estancado como una emoción sin cauce aguardando abrazar la querida magnitud mortal de quien puso a su hija a vivir -tan a fondo y hasta el fin de sus días- como para vencer así al olvido, de un modo tan radicalmente humano que quizá espante a todos cuantos miran hacia atrás con ira. A estos, por querer dar vida otra vez a la muerte como proyecto exterminador,  deberíamos darlos por muertos en un país libre. Es lo que cabe con el odio cuando el objetivo es la convivencia.

*Artículo publicado hoy también en InfoLibre.

       DdA, XVII/4733      

No hay comentarios:

Publicar un comentario