martes, 19 de enero de 2021

"AGUJEROS EN EL SILENCIO": LA MEMORIA ES UN IMPERATIVO CATEGÓRICO, DICE JUAN CARLOS MESTRE

Tuve oportunidad de escuchar el pasado 8 de diciembre, en el Teatro del Barrio de Madrid, la presentación del libro Agujeros en el silencio, del que es autor el escritor Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Intervinieron en la misma el poeta y escritor leonés Juan Carlos Mestre y la periodista -también leonesa- Olga Rodríguez. Me pareció importante, por su lucidez y profundidad, el texto que leyó en ese acto Mestre, así que no dudé en pedírselo para hacerlo público en este modesto DdA, pues lo creo indispensable para cuantos se interesan por hacer memoria. Juan Carlos ha tenido la amabilidad de ponerlo en conocimiento de quienes siguen esta página: "La memoria no es una elección -escribe Mestre-, sino un imperativo categórico, una facultad  de naturaleza inherente a la condición humana, y su amputación como ejercicio primordial de la conciencia constituye la consumación inicial del discurso autoritario: la negación de la identidad del que difiere, el asesinato de la conciencia de individuo, el delito criminal y abominable de suprimir el recuerdo biológico, la recordación emocional y la remembranza de cuanto nos constituye sinápticamente como sujetos de memoria".


Juan Carlos Mestre 

Hace ya muchos años que Emilio Silva nos enseñó a muchos de nosotros que la falsificación de los sueños pendientes de ser soñados, solo podía conducirnos al melancólico desastre de una democracia impura, la falsa utopía de habitar un mundo más justo sin que nos acompañaran en él los justos antepasados de la memoria.

No existe posibilidad alguna de construir ningún acto de pensamiento crítico contemporáneo al margen del relato de la historia y las ciencias sociales que estudian los sucesos del pasado de la humanidad,  la crónica acumulativa de los hechos y procesos que constituyen la escritura de lo múltiple y acumulativo de los discursos de civilización, cultura y barbarie, que determinan el tiempo presente y los horizonte significativos del porvenir.

La historia, el término del que deriva etimológicamente del verbo griego investigar, implica también, desde los tiempos homéricos, la figura simbólica de un saber, la del testigo y la del juez, la del que se hace presente para ejercer el derecho al recuerdo, y la del que asume, ante la cervantina “madre de la verdad”, la memoria, la valoración ética de cuanto debería ser la conducta frente al espejo civil, imagen igualitaria de todas las diferencias, de la persona.

No existe posibilidad alguna de rehuir el pasado como constructor esencial y configurante de toda la experiencia humana, el intento de hacerlo no constituye un acto inútil, sino una negación en términos absolutos de la conciencia y la identidad cultural de los pueblos y las comunidades de imaginación, cuanto fue lo antepasado que llega hasta nosotros articulado en forma de convivencia y manera moral de estar en el mundo, es decir, el modo en que los seres humanos nos hacemos cargo unos de otros y asumimos la responsabilidad de ser los garantes de la dignidad colectiva de la condición humana.

Sin embargo, olvido y memoria, aparecen ante nosotros como una aparente decisión de la voluntad, una opción que pudiera desplazar de la existencia la realidad objetivable de acontecimientos determinantes, precisamente aquellos donde las tensiones ideológicas y la gestión política de los asuntos públicos, han devenido en fracturas irreversibles de la dialéctica social.

Como si tratase de eludir la zona del conflicto y elevar sobre el vacío del sufrimiento y la bestialidad de los actos de fuerza una visión neutral del tiempo presente, la casa sin cimientos de la mendacidad donde parecieran no caber, por ausencia en el relato dominante, la figura de la víctima ni del inocente, y por tanto la consecuencia que se pretende borrar: la responsabilidad del verdugo y del culpable.

Hace ya mucho tiempo que Emilio Silva nos enseñó a darnos cuenta de que el tiempo carece de importancia mientras esté pendiente la restitución de justicia como deuda a los que ya solo viven en el recuerdo intacto de su tiempo.

La memoria no es una elección, sino un imperativo categórico, una facultad  de naturaleza inherente a la condición humana, y su amputación como ejercicio primordial de la conciencia constituye la consumación inicial del discurso autoritario: la negación de la identidad del que difiere, el asesinato de la conciencia de individuo, el delito criminal y abominable de suprimir el recuerdo biológico, la recordación emocional y la remembranza de cuanto nos constituye sinápticamente como sujetos de memoria.

El intento de extirpar la memoria, individual y colectiva, de los procesos sociales constituye una perversidad dialéctica comparable al exterminio de la conciencia y la aniquilación moral de la persona, la pérdida definitiva de todo respeto por la condición humana, la agonía de los seres privados de memoria, de los pueblos desposeídos de su pasado, del duelo negado a los dolientes y de la privación última de su ya única existencia en el recuerdo de los muertos.

Se acepta, si acaso, la metamorfosis de las víctimas en sublimación de la retórica política, su desviación museográfica, pero nunca desde el discurso del poder se apuesta por la comparecencia de quien continua siendo excluido, el desaparecido, la persona real, sus restos físicos en las fosas comunes, la exhumación del definitivo testigo de la nobleza humana tantas veces suplantad por lo irrepresentable de los arquetipos generalistas de la cultura de masa y la inocua, aunque temporalmente persuasiva propaganda partidista, otra formulación, revisionista y humillante, del olvido como inaceptable eufemismo de la reconciliación.

Junto a Emilio Silva muchos supimos que la lectura de exaltación artística e intelectual de los relatos de testimonio y memoria no puede desplazar jamás a aquello que es lo olvidado en si mismo, el dolor no anónimo de las víctimas que sigue habitando la casa sin épica de la prohibición del recuerdo, las cunetas donde yace la tragedia, las fosas comunes donde permanecen, en su única esperanza  de reparación, los veraces, los incuestionables testigos, con nombres y apellido y sueños,  de la historia civil de nuestro país.

Es, paradójicamente, ese definitivo y atronador  silencio que desciende sobre la ciudadanía de los masacrados, la voz que habla más alta, la honradez y dignidad de principios democráticos que no han muerto, la que aún podrá enfrentarse con su indeclinable valor ético a la amnesia del poder político, a la indecente incredulidad de los cómplices del negacionismo,  los copartícipes por dejación de responsabilidades del gran encubrimiento de un mal,  la impunidad de los verdugos y la no reparación de las víctimas.

La memoria no es un compromiso, sino un modo de asumir el estado natural, biológico, de la búsqueda de una identidad, ya sea esta política, cultural o de género; una manera de integrar al testigo en ausencia como pieza acusatoria en el proceso contra el daño y la calamidad absoluta; recordar es asumir la projimidad y participar así en la reconstrucción ética del sujeto personificado en la figura del débil, del humilde inmolado que sigue residiendo en la noche civil de la historia. 

Hace décadas que este hombre, Emilio Silva, se dio cuenta de que no bastaban las viejas palabras para contar el nuevo sueño de la memoria con el que regresar a los días de la promesa y el aplazamiento de lo justo, para devolver a la vida en la remembranza de la dignidad civil a quienes tan ejemplarmente la defendieron, e hicieron como en nuestro país común con las aspiraciones progresistas y democráticamente renovadoras, frente la viejo y corrupto régimen monárquico, de la II República.

Si execrable es la denegación de auxilio a la víctima, aborrecible resulta el inútil intento de hacer invisible su comparecencia como testigo moral del daño. Su presencia es imborrable como categoría ética en el pensamiento contemporáneo y cualquier discurso que pretenda desalojarla de la reflexión humanista, como causa aún pendiente, no hará otra cosa que mostrar la obscenidad política que pretende negar la responsabilidad del autoritarismo ideológico en los mayores estragos del pasado siglo, el fascismo, el nazismo y el sicariado de su no menos atroz variante hispana: el franquismo.

La negación de los discursos políticos de memoria conduce a la irrealidad, a la aparición sin causa de lo monstruoso, en suma, al enloquecimiento por simplificación de la pesadilla, al destino de un padecer por lo, en apariencia, no ocurrido. He ahí la perversa argucia del fascismo, la intemperie jurídica de la ciudadanía ante la normalización del crimen como hábito ilícito y aberrante costumbre de Estado.



La herida, incurable en el recuerdo para primo Levi, solo puede exorcizada, en cuanto naturaleza irremediable de la ofensa, a través de su nominación, mediante el esclarecimiento y la continuidad de lo silenciado en la herencia del habla de las generaciones futuras. No se destruye el cuerpo simbólico que genera la idea, no se disuelve en la nada la fraternidad y el amor de lo que solo pudo sobrevivir en los imaginarios del sueño que siguió vivo dentro de otro sueño: la reparación de lo justo en el lugar donde no está aún la justicia.

 “… un país sólo no es una patria; / una patria es, amigos, un país con justicia”, escribió hace más de cincuenta años el poeta Antonio Gamoneda. No hubo justicia y la única patria capaz de configurarse como casa común de la piedad frente al desprecio por el pasado enterrado, sigue siendo ante desafío crítico de la conciencia, la patria de la memoria, las voces de la tierra, la deuda de abjuración contra la iniquidad que pasa de forma insoslayable por el repudio del olvido político y el aborrecimiento de sus formularios,  abogando por la activación del más soberano de los mecanismo, la memoria, la conmemoración civil que posibilite  el descendimiento de la razón democrática hasta la soledad infinita de las víctimas, devolviendo el eco, nunca apagado, de sus principio a la asamblea de  voces y palabras con las que seguir profundizando el porvenir de la sociedad democrática.

Emilio Silva, quien me enseñó cuanto yo pueda decir aquí esta noche, nos habla de la memoria como un fin en si misma, pero también como herramienta constructora de porvenir. No es posible eludir ese encargo de seguir oyendo su demanda de socorro sin convertirse, por indiferencia, en cómplices de las tragedias pasadas. Imposible aceptar el silencio y su sufrimiento inútil sobre el exterminio de una generación que constituyó el episodio más solidario, esperanzador y noble de nuestra historia republicana y su significativo proyecto de emancipación de las clases populares frente al nepotismo ya incorregible de las castas dominantes.

Es el dolor del otro el que identifica al sujeto ético con su semejante en la diferencia, como fue el mal por el mal, que condujo a la aniquilación del prójimo que disentía, siniestro rasgo identitario de la barbarie franquista. No confrontación de sentido, no el eufemismo de una falso enfrentamiento fratricida, sino la masacre como método para la asunción del poder, el paroxismo máximo, la guerra, la violencia y el asesinato como fundamento de la práctica ideológica del fascismo.  

Es aterrador pensar en las toneladas de silencio que cubren la memoria de los cientos de miles de demócratas ajusticiados por sus ideas en nuestro país, e injustificable la complacencia de esa aceptación tras el adoctrinamiento de la llamada Transición política desde las alcantarillas del viejo régimen al vergonzante olvido de  la memoria colectiva, el viviente pensamiento de cuantos siguen yaciendo, aún a día de hoy, en las cunetas del estado español. Toda la crueldad del que ningún artificio narrativo será capaz de dar cuenta, toda la individuación de la irresoluble pérdida como máximo dolor de la muerte, toda la sofistería política bajo la que permanece amordazada la voz de los ausentes, el argumento inevitable de la razón de las víctimas.

Lo que Emilio Silva tuvo enfrente, como tantos, de su historia familiar fue el muro de una sociedad amnésica, la esclerosis de aceptar la costumbre como la más reaccionaria modalidad del acomodo, la proposición monstruosa  de olvidar quien somos y de donde venimos, primera condición para el ficticio de normalidad del relato neofranquista en el que la víctima ha de ejercer clemencia  de juicio para con el verdugo.

El discurso de la tolerancia jamás puede confundirse con la condescendencia que pretende alterar los términos éticos de la víctima y los victimarios, y en el que este pareciese otorgar al sufriente, la viuda, los huérfanos como figuras emblemáticas del padecimiento, la prerrogativa del perdón o la amnistía hacia lo culposo de sus actos. Antes ha de ser necesario, imprescindible, que sobre toda la engañifa y metamorfosis de la socaliña política del pactismo, los responsables de crímenes de lesa humanidad asuman su incumbencia en el delito, la responsabilidad imprescriptible ante los sobrevivientes y los memoriosos en la heredad de la gran desgracia. De eso trata la Memoria Histórica, del modo de acoger a los expulsados del corazón del tiempo, de restituirlos al diálogo interrumpido por los actos de fuerza, de volver a dar sentido a sus vidas en la continuidad, literalmente inolvidable, de la honrada tarea humana.

De eso trata este libro de nuestro amigo Emilo Silva, de la averiguación, de la búsqueda de la verdad de las víctimas, y el acto de consolación que significa devolver a los muertos al lugar donde el resarcimiento pueda consistir en la custodia de su ya única justicia, el recuerdo activo donde vuelva a dar comienzo la vida…

Ocurre alguna vez, sucede que el pensamiento de una sola persona puede cambiar la mentalidad de toda una época, que el razonamiento de un solo individuo alcanza a imantar con su reflexión la mentalidad de las subsiguientes generaciones, y adviene tras ese hecho de inteligencia una ampliación, ya sin retorno posible, de los espacios críticos del razonamiento. No hay otra redención para el lenguaje del silencio que el habla de la restitución de la memoria. Solo el pasado sabe lo que, ex profeso, el relato que el presente ignora.  La memoria como categoría transversal de todo el pensamiento filosófico y la ideología contemporánea, había sido desterrada del argumentario político de nuestro país bajo la artimaña, no exenta de vileza, de cifrar la “reconciliación” en el olvido de los vencidos.

Digámoslo ya, eso es lo que ha significado en nuestro país el pensamiento crítico y los postulados dialécticos de Emilio Silva, una enmienda irreversible a la atonía de cuatro décadas de circunspecto parlamentarismo, colocando en el centro del debate político el tema sobre la memoria de las víctimas de la dictadura. Ajeno estaba aquel joven que buscaba la tumba anónima de su abuelo en las tierras rojas de El Bierzo, que al exhumar sus restos de la fosa de Priaranza estaba abriendo la mayor causa de dignidad de nuestra reciente historia civil, y accediendo a una verdad incontestable hacía comparecer a los testigos irrefutables de la historia: las víctimas del franquismo. Esa fue la anticipación de conciencia que no prevista en el decurso del posibilismo democrático, vino a poner en pie, con toda la plenitud de su pendiente sentido, la razón de ser de la memoria como constructor configurante, y ya insoslayable, de nuestra vida política, de su presente y  sin duda de su futuro.

No hay casualidad, hay causalidad, no azar sino relación de efecto, esa lúcida y generosa voluntad de transcender el sufrimiento de lo propio hasta convertirlo en vindicación colectiva, iniciar el sueño de la memoria, entender, haciendo visible lo ocurrido, poner fin a la humillación de la más sutil maquinaria del bandolerismo falangista: el olvido de sus criminales tropelías. El olvido, siempre en primer lugar de las personas, el olvido, en consecuente lógica de la abyecta ideología que posibilitó y justificó el exterminio de cientos de miles de personas. Por estos “Agujeros en el silencio” de Emilio Silva, entraron en nuestro país, de regreso de un largo exilio bajo la intemperie de la tierra, las voces que faltaban en el coro laico de los bienaventurados, los millares de mujeres y hombres que ennoblecieron las páginas más dignas, hermosas y conmovedoras de la lucha por los derechos civiles a la felicidad,  obreras y campesinas, maestras del abecedario de la miel y la nieve, jornaleros de siega y comerciantes de ultramarinos, los humildes sastres de la melancolía del universo, gentes de toda condición, músicos del pueblo de la noche y poetas sin alba, todos los desaparecidos en la angustia, las  incomprensibles huellas de su ausencia, la escritura de rememoración con la que Emilio Silva retoma las herencias de un  diálogo interrumpido, este comienzo de otra edad en la luz, el pasado que permanece en nosotros como un acto de resistencia contra la muerte y también contra la deleznable tarea de cuantos atrincherados en el atroz entretenimiento de la mentira continúan negando la responsabilidad que atañe a toda sociedad frente al pasado oprimido.

La memoria, escribió Michel Foucault, es el modo de ser de lo que ya no es. La gran mutación del pensamiento Occidental, añadía el filosofo francés, se dará el día en que pueda pensarse que la reflexión sobre la memoria es al mismo tiempo una actitud con respecto al futuro.

Amigas y amigos, concluyo, este libro que recoge una tan amplia como transversal reflexión sobre la Memoria Histórica en el contexto de la España de hoy, el blanqueamiento del franquismo, la impunidad de sus crímenes y las carencias democráticas que se extienden hasta el momento presente, constituye un balizamiento definitivo  del espacio que ha de ocupar la memoria como conciencia atávica del ayer, esa enseñanza del ejercicio de la Libertad de pensamiento que sigue otorgando necesario sentido crítico a la defensa intelectual de la República, al ideario, tan revolucionario como indeclinable, de continuar abriendo agujeros de dignidad en la ignominia del silencio político.

Gratitud, agradecimiento de los que ya no están, y reconocimiento a los que contigo siguen caminando en busca del pueblo de la noche, gratitud  es la única palabra justa ante la ya insustituible  conciencia que aporta tu libro al debate futuro, un valor equivalente al de las palabras portadoras de su perdurable esperanza, la de quienes defendieron las más nobles ideas con las que construir hoy, quizá algún día, Emilio Silva, un país de justicia.

                  DdA, XVII/4734                

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