Santiago Alba
Elodia Zaragoza, o Elodia Turki
Zaragoza, por su nombre de casada, murió el 30 de noviembre en Túnez a los 81
años de edad. Era escritora, poeta, editora,
viuda de un diplomático al que había acompañado en sus misiones por todo el
mundo. En los años 50 fue campeona nacional de natación en todas (¡todas!) las
distancias y ganó asimismo un concurso de belleza. En 1960 participó en los
JJOO de Roma. Era un ejemplo de talento, fortaleza, independencia y carisma. Nadie
la conocía en España. Y nadie la conocía en España porque escribía en francés y
la sede de su editorial estaba en París, porque representó a Francia, y no
a España, en las Olimpiadas y porque tanto sus medallas de natación como sus
laureles de máxima belleza nacional las obtuvo en Túnez y en su condición de
ciudadana tunecina, no en Madrid y como ciudadana española. Elodia Zaragoza,
que había nacido en Valencia, tenía al morir, en efecto, los tres pasaportes,
el español, el tunecino y el francés, pero el de España fue el último que
recibió, en 1976, después de la muerte de Franco. De las tres lenguas, la que
peor hablaba era el castellano, taraceado de deliciosos arcaísmos valencianos.
Elodia había nacido en 1939 en la cárcel
de Valencia. Su madre, Amelia Jover, militante
anarquista, capturada en el puerto de Alicante por los rebeldes en los
estertores de la Guerra Civil, consiguió huir de prisión con su hija recién
nacida y se unió a los miles de refugiados que acabaron en la playa asesina de
Argelés-sur-mer, en el sur de Francia. Allí se enteró de que su marido, al que
creía muerto, se había refugiado en Túnez. Tras algunas peripecias, las
autoridades francesas, deseosas de aliviar la presión de los refugiados,
permitieron a madre e hija abandonar el campo de concentración y reunirse con
él.
El padre de Elodia, Antonio Zaragoza,
era el suboficial responsable de códigos del único submarino que integraba la
flota republicana que abandonó Cartagena el 6 de marzo de 1939 y atracó en el puerto tunecino de Bizerta dos
días después. La historia de estos 4000 refugiados republicanos es mal conocida
incluso por los historiadores, y ello hasta el punto de que en junio de 2018
(¡2018!) salió a la luz la existencia de un cementerio español en el patio de
una casa de Kasserine, una ciudad de 80.000 habitantes junto a la frontera con
Argelia. Algunas profanadas, todas ellas abandonadas entre tojos y gallinas, en
torno a treinta tumbas, fechadas entre 1940 y 1947, alojan los cuerpos de otros
tantos españoles, no todos identificados, que murieron lejos de sus familias,
trabajando en las más abruptas condiciones para el protectorado francés.
Antonio Zaragoza tuvo más suerte; sobrevivió al régimen colonial, a la
ocupación alemana y a la guerra mundial, pero no vio cumplido su sueño de
regresar a una España libre y democrática. Rehizo su vida, como pudo, junto a
su mujer y sus hijos en la capital tunecina. Elodia cuenta parte de esta
historia -la de sus padres y su primer viaje a Valencia- en su libro
autobiográfico La chiqueta, escrito originalmente en francés,
precariamente traducido al español y completamente ignorado en España.
Una de las dos veces que la visitamos le preguntamos
si no tenía la sensación de que le habían robado su vida. Nos señaló a su
alrededor. Elodia vivía en Sidi Bou Said, el pueblo más bonito de
Túnez, en una gran mansión perteneciente a la poderosa familia de su marido en
cuyo jardín se erguía un morabito medieval. Estaba rodeada de belleza
que ella misma había contribuido a modelar con sus manos, ahora deformadas por
una artritis galopante que, en todo caso, no le impedía manejar el teléfono
móvil y teclear sus poemas en el ordenador. “A mis nietos les digo que me estoy
convirtiendo en pájaro”, nos dijo mientras nos desafiaba a encontrar la única
letra “a” de uno de sus poemarios, un lipograma titulado L'infini désir
de l'ombre. Nos sentimos un poco avergonzados de nuestra pregunta.
Elodia había tenido una vida plena y, ya octogenaria, alta y enjuta como una
cigüeña, elegante y burlona, seguía viajando entre Túnez y París, escribiendo
sin parar, recibiendo a sus hijos y sus nietos. “Hay que amar la vida”, nos dijo
casi regañándonos desde la delicadeza de acero de un cuerpo que ningún rayo
habría podido derribar, ningún acíbar amargar, ningún dolor derrotar.
Su vida plena, en todo caso, no transcurrió en España.
No dejó nada en España. Esa plenitud no forma parte de nuestra historia y por
eso acusa a la larga dictadura de Franco -cuya sombra aún no nos hemos
sacudido- no menos que las vidas truncadas de los muertos de Kasserine. Ella no
perdió su vida; nosotros sí nos perdimos la suya. Teníamos pendiente una nueva
visita que la pandemia de Covid aplazó; había aceptado -yo diría que con una
cierta coquetería satisfecha- contar ante una cámara, y con más detalle, lo que
ya nos había contado en esas dos conversaciones informales. No era inmortal,
como creíamos, y los españoles ya no tendrán su voz. “A mí no me robaron la
vida”, nos aclaró, “a mis padres sí”. Y añadió: “a los españoles también”. Los
españoles merecíamos haber tenido una historia de la que hubiera podido formar
parte la Elodia sabia y libre que encontró y sembró su sabiduría y su libertad
en otro sitio. Elodia, por su parte, merece que incorporemos su
sabiduría y su libertad a nuestra historia presente, y que su nombre y su obra,
ignorados en nuestro país mientras vivió, resuciten ahora que ya no puede hablar
por sí misma. Es tarde para grabar su voz, pero no para hacer nuestra
su vida.
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