Pedro Luis Angosto
En 1814 andaba la nación española intentando despojarse de los
andrajosos restos del pasado absolutista que la invasión napoleónica ni quiso
ni supo abolir, inmersos los franceses en el expolio y la destrucción del
patrimonio artístico del país y en la persecución de los constitucionalistas de
Cádiz. Tras el Tratado de Valençay, Fernando VII decidió regresar a España para
recuperar el trono con el apoyo francés, sin embargo no viajó directamente a
Madrid sino que antes visitó Figueras, Gerona, Zaragoza, Teruel y Valencia,
donde el general Elío, muy comprometido con el Antiguo Régimen, puso a su
disposición al ejército y le entregó el conocido como Manifiesto
de los Persas, un escrito firmado por sesenta y nueve diputados
reaccionarios de las Cortes de Cádiz en el que pedían al rey la vuelta al
absolutismo por ser el verdadero régimen de libertad y derecho de España al
reposar sus fundamentos en la ley divina: “La monarquía absoluta -decían- es
obra de la razón y de la inteligencia. Está subordinada a la ley divina, a la
justicia y a las reglas fundamentales del Estado: Fue establecida por derecho
de conquista o por sumisión voluntaria de los primeros hombres que eligieron sus
Reyes. Así que el Soberano absoluto no tiene facultad de utilizar sin razón de
su autoridad (derecho que no quiso tener el mismo Dios) por esto ha sido
necesario que el poder soberano fuese absoluto, para prescribir a los súbditos
todo lo que mira al interés común, y obligar a la obediencia a los que se
niegan a ella... El remedio que debemos pedir, trasladando al papel nuestros
votos y el de nuestras provincias, es con arreglo a las leyes, fueros, usos y
costumbres de España. Ojalá no hubiera materia harto cumplida para que V. M.
repita al reino el decreto que dictó en Bayona y manifieste la necesidad de
remediar lo actuado en Cádiz, que a este fin se proceda a celebrar Cortes con
la solemnidad, y en la forma que se celebraron las antiguas, que entre tanto se
mantenga ilesa la Constitución española observada por tantos siglos, y las
leyes y fueros que a su virtud se adoptaron, que se suspendan la Constitución y
los decretos firmados en Cádiz y que las nuevas Cortes tomen en consideración
su nulidad, su injusticia y sus inconvenientes...”.
Las Cortes de Cádiz reservaban al rey el poder ejecutivo,
dejaban el legislativo a las Cortes y declaraban que la soberanía residía en la
nación. Un rey moderno, sensible, amante de su pueblo, habría comprendido que
los tiempos habían cambiado, que la tímida separación de poderes
expuesta en Cádiz habría servido para asentar sobre nuevos y más fuertes
cimientos a la monarquía, sin embargo, optó por lo que siempre había hecho, por
traicionar a su pueblo y encaramarse a la tradición absolutista para defender sus
intereses, la aristocracia, el clero y el ejército fiel, de modo que el 4 de
mayo de 1814 promulgó un decreto por el que se suprimía la Constitución de
1812, se disolvían las Cortes y se restauraba el absolutismo, volviendo España
a retroceder a la oscuridad del periodo anterior a la revolución francesa. Se
inició un periodo de persecución política y de calamidades económicas que
llevaron a los nuevos mandatarios franceses -ya vinculados a la Santa Alianza-,
a pedirle moderación en la persecución y ecuanimidad en sus decisiones,
reclamándole reformas para evitar nuevos levantamientos populares contra su
persona. Fernando VII hizo caso omiso.
Quienes
firmaron el Manifiesto de los Persas y quienes lo apoyaron con las armas, la
pluma, los sermones o el dinero fueron los mismos que a lo largo de la historia
de España se levantaron contra cualquier intento reformista, liberal,
progresista, justo; los mismos que desde los periódicos, los púlpitos, los
cuarteles o los cortijos siempre defendieron que tranquilidad viene de tranca,
que los privilegios no se tocan, que el código penal se aplica a los pobres y
el civil, raramente, a los ricos, los mismos que han querido ver atados los
destinos de España a un falso concepto de tradición vinculado a las gestas y
desastres protagonizados por una determinada clase social que ha utilizado
secularmente el nombre de España para defender sus intereses más espurios y
criminales.
Decían
los “persas” que el absolutismo era un régimen mucho más libre y justo que el
republicano porque el rey absoluto, al proceder su poder directamente de Dios,
sería infalible y sólo procuraría el bien de su pueblo por la iluminación
divina, mientras que el poder republicano, sólo vinculado a los hombres,
tendría siempre la falibilidad consustancial a la especie desde el pecado
original. La libertad no consistía en dejar elegir al pueblo, sino en que este
fuese capaz de entender la Majestad y el origen de la misma, para de ese modo
conseguir, gracias a las justas decisiones del rey absoluto y a la obediencia
ciega del pueblo, las más altas cotas de felicidad.
Ha pasado mucho tiempo desde aquel
nefasto manifiesto que propició la entrada de Fernando VII en Madrid para negar
de nuevo la posibilidad del progreso al país y demostrar que cualquier intento
democrático que tuviese lugar en el futuro podría ser barrido de un escobazo.
Doscientos años que no han servido para evitar que en nuestros días esté
sucediendo un episodio parecido: El Partido Popular, Vox y en cierto modo
Ciudadanos, que no sabe ahora mismo para donde tirar, decidieron desde el
primer momento que el Gobierno era ilegítimo y que contra él cabía todo.
Utilizando como punta de lanza a la iletrada e irresponsable política que
dirige la Comunidad de Madrid -que cuenta con el apoyo de la nomenclatura
económica, el clero y buena parte de la prensa-, quienes elaboraron la ley
mordaza, hicieron mangas y capirotes de la honradez en la gestión de los
dineros públicos, han convertido a Madrid en la región con más infectados por
coronavirus del mundo y en un lugar cada vez más antipático cuando era la cuna
de la simpatía para muchos de los que tuvimos la suerte de vivir o viajar allí
en el pasado reciente, piden libertad desde sus automóviles forrados de rojo y
gualda brazo en alto. Quienes en febrero de 1981 esparcieron el rumor de que
fue el rey quien pergeñó y dirigió el golpe de Estado, criticándolo
durísimamente por no haberlo llevado a buen puerto, se suman entusiasmados a la
causa de la monarquía y la Constitución que nunca quisieron y que, como todas
las constituciones, es perfecta y legalmente reformable si el pueblo así lo
demanda, porque las que no son reformables son las leyes de las dictaduras o
las monarquía medievales que se hacen según el parecer del tirano y sus grupos
de apoyo. Quienes piensan que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado son
suyos porque siempre defendieron los intereses de sus estirpes, utilizan a los
jueces como si fuesen miembros de su familia para deslegitimar al Gobierno
legítimo, confinan barrios pobres en los que jamás hicieron nada para evitar el
hacinamiento y el deterioro de la vida, quienes, en fin, proclaman y defienden
a gritos, insultando, crispando, la desigualdad más absoluta y creciente,
quienes han hollado todas las instituciones del Estado poniéndolas a su
servicio particular o esquilmándolas, afirman ahora sin ningún tipo de rubor
que España está a punto de caer en las garras del comunismo, apremiando a
intervenir cuanto antes para evitar que la tierra de María Santísima, Millán
Astray, El Cordobés, José Banús, Jordi Pujol, Juan Carlos de Borbón y Rodrigo
Rato pueda salir del atolladero en que ellos la han metido, amenazando incluso
con matarla antes de que sea de otros.
Malos tiempos cuando alguien
tan incompetente e insensata como Ayuso puede llegar a la más alta magistratura
de la región más rica del país, malos tiempos cuando muchos madrileños creen
haber encontrado en ella y en ellos a su Puigdemont particular, su hecho
diferencial cateto, egoísta, marrullero y, por supuesto, antipatriótico. Los
persas están de nuevo aquí. ¿Hay vacuna?
Nueva Tribuna DdA, XVI/4638
No hay comentarios:
Publicar un comentario