jueves, 17 de septiembre de 2020

LOS DOCE PESCADORES DE MISS ANDERSON EN UNA TABERNA DE GIJÓN



Félix Población

Si descontamos al rollizo y mofletudo cantinero que aparece detrás de la barra con una niña o niño en brazos, del que bien podría ser el padre, los pescadores que vemos en esta taberna del Barrio Alto de Gijón -más conocido por Cimavilla-, cuna de la ciudad, son doce, como los que siguieron a Cristo. Pudiera ser que el número tuviera alguna connotación que se nos escapa, o que fuera mera casualidad, pero la cifra no se puede pasar por alto como primera nota descriptiva de lo que vemos en la imagen. 

Estaban reunidos o los reunió la fotógrafa norteamericana Ruth Mathilda Anderson, de viaje por España, en los primeros días del mes de abril de 1925 en la Taberna de Delmiro, quien por posición en la instantánea, aspecto y hasta nombre bien podría ser el hombre obeso de ancho bigote que aparece en pie detrás del mostrador y delante del botillero, al lado de uno de los pescadores que quizá por edad sea de la misma quinta y familia -por su parecido físico- que quien está sentado delante del tabernero, tiene las orejas salientes, el rostro cenceño  y las piernas y los brazos cruzados. Calza éste zapatillas blancas de esparto, de las que se ataban a los tobillos con una cinta -propias de las clases populares- y esboza media sonrisa de escéptica conformidad ante la retratista.   

Si se observa al detalle la estantería, se puede leer en un cartel -mediante la ampliación correspondiente- que las botellas de la parte superior son de sidra dulce, mientras que en la segunda balda están las de cerveza, posiblemente de la marca que durante muchos años llevó el nombre de La estrella de Gijón, cuya fábrica estuvo en el barrio de Santa Olaya, camino del puerto exterior de El Musel, desde 1893 a 1978, teniendo como capitalista mayor y asesor principal para la fabricación del producto al ciudadano alemán Ernesto Bachmaier. En la memoria de muchos gijoneses habrá quedado la imagen de los tres edificios blancos que configuraban la industria: el principal y más grande, donde se almacenaba la cebada, el lúpulo y la malta, y dos más pequeños y de similares dimensiones que estaban dedicados a la fábrica de hielo, sala de embotellado, tonelería y cuadras. Entre uno y otro había dos altas chimeneas a las que no sabía dar yo ninguna utilidad en mi niñez, desconocedor del proceso que se seguía para la fabricación de la cerveza, sin entender probablemente que para lograr una bebida que se consumía fría hubiera que aplicar combustión alguna.

Un apartado dentro de la estantería de la taberna lo ocupan los sifones, aquel recipiente de agua carbónica que pasó a la historia hace bastantes años y que complementaba en ocasiones al vino cuando lo aconsejaban tanto una rebaja de su graduación como una simulación de la mala calidad del producto, como sería posiblemente lo habitual en aquel modesto establecimiento. La frecuencia del uso que hacía Delmiro del sifón se desprende de su colocación tan a mano del mostrador.

Junto al pescador de los brazos cruzados se encuentra sentado otro más joven, de rostro ancho, que mantiene las piernas abiertas, luce bigote y cabello morenos y sostiene la boina en su mano izquierda, no se sabe si por respeto a la dama extranjera que los visita o para resaltar mejor su rostro y la directa observación con la que sus ojos se dirigen a la fotógrafa, preguntándose acaso por el destino y la permanencia de su imagen en el tiempo y en tan lejano país extranjero. Se trata sin duda del parroquiano que mantiene una actitud más activa ante el objetivo, en contraste con la que ofrece su compañero  de primer plano. Con la boina calada, la piernas cruzadas y un porrón sobre las rodillas, se diría que la circunstancia no le merece más que un cierto desdén, en consonancia con su mirada lateral, abierta, clara y un punto vidriosa, quizá por abusar en exceso del vino que empuña.


A sus espaldas hay tres personajes más que también dejan notar un atisbo de interés hacia la cámara. El que se sienta al otro lado de la mesa, igualmente con bigote, dibuja en su cara llena la fisonomía de un carácter posiblemente cachazudo y flemático, dado a la broma y a la chanza, muy propio por cierto de la gente marinera de aquel barrio. Frente a él se encuentra un pescador más joven, de nariz protuberante y facciones huesudas, que ni siquiera gira la cabeza lo suficiente para hacer notar la identidad de su rostro, como si el momento fotográfico no le cautivara lo bastante para adecuar una determinada pose que le haga alterar su indiferencia.

No le ocurre lo mismo al compañero que está detrás, quizá el más joven y agraciado de la apostólica convocatoria, que sí se muestra sin reserva frente  al objetivo, luciendo la camisa más blanca del plantel, si bien la mirada se le ha ido a otro punto en el momento de la instantánea. Su cabeza casi oculta la del hombre que se asoma a su espalda, el menos visible de cuantos aparecen en la imagen y el último de los que dejan notar una cierta curiosidad ante el episodio que protagonizan, sin saber la razón de su utilidad ni el destino que le quepa a la escena más allá del mar que a todos les da la vida.

Los otro cuatro y más distantes personajes que se aprecian al fondo apenas permiten detalles que nos puedan dar idea de su actitud, como no sea la de su distanciamiento. Si bien el que sigue al del rostro lleno y zumbón al otro lado de la mesa parece haber brindado poco antes de efectuarse la fotografía, a juzgar por el embebido sorbo que en ese momento da al vaso de vino. Sobre él se observa un gran cartel, a continuación de los varios calendarios que hay prendidos a la pared. Desde 1914, la ciudad de Gijón disfruta de un casino que lleva el nombre de Gran Kursaal, habilitado en los jardines del Teatro-Circo Obdulia, que con el paso del tiempo será el popular Cine Campos Elíseos, más conocido por Los Campos en mi niñez, sede del llamado cine familiar todos los domingos. Según las crónicas, en el Gran Kurssal despachaba ginebra compuesta recién importada y champán francés el afamado barman Perico Chicote, siendo no menos frecuentadas sus famosas Noches de Tango, que supongo lo serían por el virtuosismo con el que se manejaban los bailarines.

Miss Anderson en una fonda en Ourense


De todas las fotografías que Ruth M. Anderson hizo para la Hispanic Society y que hace unos años fueron expuestas en varias ciudades de Asturias como fruto de su viaje (la editorial KRK editó un libro con ese motivo), esta de la Taberna de Delmiro me parece especialmente significativa por su composición y marcada atmósfera ambiental. Hasta parece que se respira la humedad ácida, sombría y algo sudorienta que todavía se podía encontrar en las tabernas que sobrevivieron hasta los años sesenta en la villa y de las que se desprendía un melancólico sopor. Creo que la imagen captada por mis Anderson responde a la implicación y calificación profesional puestas en el empeño, tan comprometidas con su labor como denota el hecho de que la fotógrafa se alojase en modestas fondas durante su estancia, según se puede comprobar en una fotografía que nos la muestra en una de Ourense. Puede que así pretendiera no distanciarse de los entornos populares en lo que centro su objetivo.

Durante aquel viaje, Ruth hizo memoria de sus observaciones gracias a las cartas que le fue escribiendo a su madre desde el 4 de febrero, con una primera fechada ese mismo día en el que se refiere al buen trato que le dispensan los lugareños en Oviedo. También alude a "una excursión con un señor para ver una antigua iglesia en las montañas de Pola de Lena", que con toda seguridad se trata de la joya prerrománica de Santa Cristina, situada a 34 kilómetros en coche -según indicación de la fotógrafa- y tres o cuatro a pie. "Aunque no conozco el tipo de carreteras -escribe-, seguro son mejores que los caminos rurales gallegos porque Asturias es más moderna". 

Para los gijoneses de hoy, con ascendencia popular como la que representan esos hombres de la mar con su avejentado y proletario atavío, resulta imposible no encontrar en las peculiaridades de sus rostros una familiaridad fisiognómica  que no los emparente con quienes nos precedieron hace un siglo. Por eso es ineludible pensar, al reflexionar sobre su imagen, en el porvenir que les esperaba a esos doce pescadores que acompañan al rechoncho Delmiro en aquella primavera de hace cien años, dos después del inicio de la dictadura de Primo de Rivera: porque a la guerra con las galernas de toda su vida, mar adentro, esos hombres añadirían una  guerra de bombardeos y fusiles y una posguerra de miseria y hambre, si es que llegaron hasta ella. Cada cual habrá visto apagarse su existencia a lo largo del desgraciado siglo en que más mató el ser humano al ser humano. De todos esos humildes personajes que se han asomado a nuestro tiempo a través de esa fotografía, sólo el niño o niña que está en los brazos de Delmiro  pudo haber llegado quizá a la centuria en curso y dar acaso la versión de su padre sobre la visita de aquella fotógrafa extranjera. Su tierna edad entonces y no haber llegado a la mocedad en tiempo de guerra (1936) se lo pudo haber permitido.

"Mi padre, Mr. Alfred. T. Anderson y yo, Miss Ruth Mathilda Anderson -escribió la fotógrafa-, somos vecinos de Kearney, Nebraska, los Estados Unidos de América. Hemos venido a España para que yo pueda comprar y hacer, para estudiar y publicar en los Estados Unidos de América, fotografías de los elementos distintivos de la vida y del arte españoles (....), los elementos únicos y variados con que España ha contribuido a la civilización y la cultura del mundo». La carta la dirigió Anderson a la Dirección General de Bellas Artes para solicitar el permiso correspondiente para realizar su trabajo. El texto trasluce una finalidad formal y unos objetivos que no fueron al cabo los que plasmó su álbum y que rebasaron con mucho esos propósitos, porque no habrá en Asturias ninguna familia con más de tres generaciones en esa tierra que pueda eludir la empatía emocional que nos procura la cámara de Ruth Matilda, cuya larga vida (Nebraska, 1893) se extingió en Nueva York a los noventa años de edad. Su legado merece nuestra gratitud por haber sabido plasmar, sobre todo, la vida de quienes más lucharon por ella hace un siglo, ya fuera en el mar o en tierra adentro.

Según me apunta Modesto Fernández con su diligencia documental acostumbrada, ninguno de los periódicos asturianos de la época recogieron en sus páginas la noticia de la visita a la región de quien dejó para la intrahistoria de Asturias un inestimable legado gráfico, muy superior al que el peri0dismo de aquellos años nos ofrece. En los trasatlánticos que llegaron al puerto exterior esos días tampoco encontré el nombre de los Anderson en la reseña de los diarios locales (La Prensa, El Noroeste y El Comercio), posiblemente porque su llegada a Asturias procedentes de Galicia les hizo desembarcar en algún puerto de esta región. Esto me hace pensar en que testimonios gráficos tan notables para la posteridad como el que nos ha procurado el álbum de Ruth Mathilda fueron pasados por alto en su día por los periódicos de la época. Tendrá que discurrir todo un siglo para que el contenido de esas fotografías sea presenciado y admirado por el valor de su entretela social y tipológica por los descendientes de quienes fueron sus protagonistas, en la misma tierra en que miss Anderson realizó su excepcional trabajo.

Solo lamentamos que la autora de ese gran reportaje gráfico sobre la vida cotidiana de Asturias no le hubiera puesto nombre a sus personajes para hacerlos hoy más nuestros, como ocurre con todo aquello que se nombra. Quizá por eso se nos haga más familiar la imagen del único tipo que da nombre a la taberna de la imagen, que al parecer estaba cerca del actual Bar Centenario, en la Plaza Mayor gijonesa, a la entrada del Barrio Alto en el que anteayer falleció Consuelo García Álvarez, más conocida por Chelo la Mulata, popular pescadera y vecina de Cimavilla, que nació dos años después de se realizara esta fotografía. Hija de Consuelo Álvarez "la Mulata" y de Ignacio García "Piguacho", un matrimonio con trece hijos afincado en Cimavilla, posiblemente Chelo la Mulata hubiera sido la persona más indicada para darnos alguna pista de los pescadores de miss Anderson en la Taberna de Delmiro.

DdA, XVI/4614

2 comentarios:

Armando Suárez dijo...

Muy bien hilvanado el articulo a partir de la foto

Domingo dijo...

No veo el sifon en ninguna mesa. Lo que veo, son "porrones"

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