domingo, 23 de agosto de 2020

CADA VEZ SE SABE MÁS Y SE ENTIENDE MENOS

Jaime Richart

Quizá me lo parece así porque nací tarde. Mi ser corpóreo na­ció en 1938. Pero mi espíritu debió brotar calculo que entre 1890 y 1930. Y estuvo vagando por el éter hasta alojarse en mi cuerpo un 4 de setiembre. Naturalmente en los primeros cua­renta años no fui consciente, o sólo muy vagamente, fuera de mi vida corriente y de mi vida social sencilla, de lo que ocurría en­tre bastidores. Discurría por los cauces más o menos marcados por una familia que aun procedente de la zona equivocada y pa­deciendo alguna de esa consecuencia seguía siendo clase media y se iba abriendo paso poco a poco. Mi padre, abogado, hubo de repetir gran parte de la carrera porque no le sirvieron asignaturas ya aprobadas en la República... A fin de cuentas, un mal menor.

No había cumplido todavía yo los cuarenta años cuando llegó el momento tan esperado por millones de españoles: la muerte del dictador. A partir de ese instante las esperanzas en un mundo nuevo y mejor se esparcieron por todo el país junto al senti­miento de desamparo sufrido por la parte que había quedado huérfana. Esperanzas contenidas por el patetismo que se vivía, pero también por un ejército en guardia que transmitía tensión a toda la sociedad sin necesidad de salir a la calle. El pueblo en general, entre desconcertado y esperanzado, confiaba en una nueva organización política del país a la altura de los europeos. Pero un grupo de siete personas, todas ellas procedentes del Régimen, ninguna de otros estamentos ni por supuesto del pue­blo redactaron ese texto necesario para la siguiente andadura que el pueblo, sin tiempo ni ganas de analizar, se apresuró a refren­dar con su voto para evitar el espantajo del golpe de estado que se rumoreaba como posible. Así es que casi todo el mundo votó. Votó una Constitución que nada tenía que ver con la primera redactada por los constituyentes de la Primera República Fran­cesa en 1792, que rompía con el establishment monárquico. En absoluto. La monarquía y el monarca iban en el paquete del texto redactado. El monarca (de mi edad y ocasional compañero de Facultad) había sido concienzudamente preparado para aquel preciso momento. 

El pueblo, en realidad, no las tenía todas consigo: los redacto­res  eran puros franquistas; uno de ellos, de apellidos catalanes, había surgido de la nada como “independiente”, y al frente de todos estaba alguien que había sido multiministro del sátrapa. Ninguno procedía de estamento que no fuese el oficial, ni por supuesto del pueblo. Pero había esperanza en que transcurrido un tiempo, las cosas se pusiesen en su sitio. Comprendimos que votar aquella Constitución significaba más evitar el peligro de involución que conformidad con ella. Pero comprenderlo no significaba renunciar a la posibilidad de que pasado un tiempo prudencial, ocho o diez años, por ejemplo, la situación derivase hacia la redacción de un nuevo texto, ya sin presión, o hacia la revisión profunda de la redactada. Es decir,  que en términos ge­nerales ya habría tiempo de enmendarla. Sin embargo iban pa­sando los años, y hasta hoy ninguna de ambas cosas -ni enmien­das, ni texto nuevo- ha sucedido, ni visos de que suceda. Aque­lla pomposa Transición, pues, se hizo mediante otra artimaña. La Constitución sigue significando para mí una maquinación de "Las Leyes Fundamentales del Reino" franquistas.

Por todo ello, descubierta la añagaza, confirmar la treta de que vivía en una organización política como si fuera algo distinto de lo que había vivido siendo en el fondo un remedo de lo que había vivido, empecé a detestar a España. A partir de entonces, empecé a verme como un extranjero que la habitaba por una de esas jugadas del Destino. Por un lado la detestaba y por otra se­guía amándola. Pero la amaba y la amo como lo aman los visi­tantes, los turistas y quienes por interés o naturalización adquie­ren la nacionalidad española; que no tienen inconveniente en amarla aunque por todo lo dicho sea detestable, porque ni son responsables, ni pueden sentirse responsables, ni se han involu­crado en el pasado ni tampoco pueden involucrarse en el pre­sente. Lo que supone verla como lo que es al fin y al cabo: un mero espacio fisico, un territorio bello y exótico para los euro­peos; un país de esos donde las castas deambulan por las calles con las vacas sagradas, integrado más por tribus o por células sociales inorgánicas que por partidos políticos propiamente di­chos de una democracia que, si no fuese por tanta tragedia que vive a diario el país, llamarla así causaría verdadera risa…

DdA, XVI/4590

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