Quizá me lo parece así porque nací tarde. Mi ser
corpóreo nació en 1938. Pero mi espíritu debió brotar calculo que entre 1890 y
1930. Y estuvo vagando por el éter hasta alojarse en mi cuerpo un 4 de
setiembre. Naturalmente en los primeros cuarenta años no fui consciente, o
sólo muy vagamente, fuera de mi vida corriente y de mi vida social sencilla, de
lo que ocurría entre bastidores. Discurría por los cauces más o menos marcados
por una familia que aun procedente de la zona equivocada y padeciendo alguna
de esa consecuencia seguía siendo clase media y se iba abriendo paso poco a
poco. Mi padre, abogado, hubo de repetir gran parte de la carrera porque no le
sirvieron asignaturas ya aprobadas en la República... A fin de cuentas, un mal
menor.
No había cumplido todavía yo los cuarenta años cuando
llegó el momento tan esperado por millones de españoles: la muerte del
dictador. A partir de ese instante las esperanzas en un mundo nuevo y mejor se
esparcieron por todo el país junto al sentimiento de desamparo sufrido por la
parte que había quedado huérfana. Esperanzas contenidas por el patetismo que se
vivía, pero también por un ejército en guardia que transmitía tensión a toda la
sociedad sin necesidad de salir a la calle. El pueblo en general, entre
desconcertado y esperanzado, confiaba en una nueva organización política del
país a la altura de los europeos. Pero un grupo de siete personas, todas ellas
procedentes del Régimen, ninguna de otros estamentos ni por supuesto del pueblo
redactaron ese texto necesario para la siguiente andadura que el pueblo, sin
tiempo ni ganas de analizar, se apresuró a refrendar con su voto para evitar
el espantajo del golpe de estado que se rumoreaba como posible. Así es que casi
todo el mundo votó. Votó una Constitución que nada tenía que ver con la primera
redactada por los constituyentes de la Primera República Francesa en 1792, que
rompía con el establishment monárquico. En absoluto. La monarquía y el
monarca iban en el paquete del texto redactado. El monarca (de mi edad y
ocasional compañero de Facultad) había sido concienzudamente preparado para
aquel preciso momento.
El pueblo, en realidad, no las tenía todas consigo:
los redactores eran puros franquistas; uno de ellos, de apellidos
catalanes, había surgido de la nada como “independiente”, y al frente de todos
estaba alguien que había sido multiministro del sátrapa. Ninguno procedía de
estamento que no fuese el oficial, ni por supuesto del pueblo. Pero había
esperanza en que transcurrido un tiempo, las cosas se pusiesen en su sitio.
Comprendimos que votar aquella Constitución significaba más evitar el peligro
de involución que conformidad con ella. Pero comprenderlo no significaba
renunciar a la posibilidad de que pasado un tiempo prudencial, ocho o diez
años, por ejemplo, la situación derivase hacia la redacción de un nuevo texto,
ya sin presión, o hacia la revisión profunda de la redactada. Es decir,
que en términos generales ya habría tiempo de enmendarla. Sin embargo iban pasando
los años, y hasta hoy ninguna de ambas cosas -ni enmiendas, ni texto nuevo- ha
sucedido, ni visos de que suceda. Aquella pomposa Transición, pues, se hizo
mediante otra artimaña. La Constitución sigue significando para mí una
maquinación de "Las Leyes Fundamentales del Reino" franquistas.
Por todo ello, descubierta la añagaza, confirmar la
treta de que vivía en una organización política como si fuera algo distinto de
lo que había vivido siendo en el fondo un remedo de lo que había vivido, empecé
a detestar a España. A partir de entonces, empecé a verme como un extranjero
que la habitaba por una de esas jugadas del Destino. Por un lado la detestaba y
por otra seguía amándola. Pero la amaba y la amo como lo aman los visitantes,
los turistas y quienes por interés o naturalización adquieren la nacionalidad
española; que no tienen inconveniente en amarla aunque por todo lo dicho sea
detestable, porque ni son responsables, ni pueden sentirse responsables, ni se
han involucrado en el pasado ni tampoco pueden involucrarse en el presente.
Lo que supone verla como lo que es al fin y al cabo: un mero espacio fisico, un
territorio bello y exótico para los europeos; un país de esos donde las castas
deambulan por las calles con las vacas sagradas, integrado más por tribus o por
células sociales inorgánicas que por partidos políticos propiamente dichos de
una democracia que, si no fuese por tanta tragedia que vive a diario el país,
llamarla así causaría verdadera risa…
DdA, XVI/4590
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