lunes, 13 de julio de 2020

AQUELLA LARGA CHARLA CON OTERO PEDRAYO


Félix Población

Hace unos días, con motivo del mitin celebrado por Ortega Smith en la localidad de Xinzo de Limia, el dirigente de la extrema derecha española tildó de racista, xenófobo y antiespañol a una de las figuras más relevantes de la cultura de aquel país, el escritor Alfonso Rodríguez Castelao, uno de los fundadores del nacionalismo gallego. De Castelao, además, es de destacar su obra gráfica, uno de los testimonios más impresionantes de la brutal represión llevada a cabo en Galicia por las tropas sublevadas en la guerra incivil.

El de Smith era un modo de hacer mediático un mitin que no despertó ninguna expectativa, como no sea la de ser abucheado su protagonista por quienes escucharon tamaño dislate, reiterado al día siguiente en Pontevedra con el mismo propósito. La incidencia me sirve para recordar a uno de los compañeros de Rodríguez Castelao, con el que tuve el gusto de conversar hace muchos años: Ramón Otero Pedrayo. (Puede que este sea el inicio de una serie de artículos sobre mi primera memoria como periodista, cuando España iniciaba la Transición).

Me habían encargado en el periódico (Arriba) un reportaje sobre la llamada autopista del Atlántico, que por entonces empezaba a construirse y planteaba muchos problemas y resistencias y conflictos con las fuerzas de orden público por parte de los vecinos a los que expropiaban sus terrenos. Era un tema atrayente de lo que por aquella época se empezaba a llamar periodismo/denuncia, a tan solo unos meses del fallecimiento del dictador y con las primeras ráfagas de libertad de expresión que ya se habían empezado a percibir en algunas publicaciones, entre las que también estaba el periódico citado, a pesar de su cabecera.

Era verano y por aquellos años aún no me había adaptado a la canícula madrileña, así que un viaje al norte en el primero de mis desplazamientos como enviado especial o reportero era toda una pera en dulce con la que esperaba cumplir de manera sobrada, prolongando a ser posible la estancia con algunos trabajos añadidos que me permitieran disfrutar del aire fresco por unos días más de los previstos. Aproveché por lo tanto ese reportaje de encargo, en compañía del fotógrafo Romero -a quien llamaban Romerito-, para hacer varios más que consideraba de interés, entre los que recuerdo uno de actualidad sobre el presunto fraude en el vino de Ribeiro, en la comarca de Ribadavia,  y otro sobre el curanderismo de las manciñeiras, asesorado por Álvaro Cunqueiro, que me dio la localización de las curanderas en unas apartadas aldeas de la provincia de Pontevedra. También hice una visita a la casa-museo de Rosalía de Castro en Padrón.

A Cunqueiro lo entrevisté en su piso de Vigo y aparte de hablar sobre su obra, no desaproveché la ocasión para que me ilustrase sobre la bien reputada gastronomía del país y la brujería o similares, muy propias también de aquella tierra. En ambas materias era don Álvaro dominador deleitoso, tanto en el salivar como en el decir. Pero más que la charla con Cunqueiro -de la que conservo alguna fotografía-, demasiado formal y estricta de cuestionario y micrófono, me interesó la que de modo más espontáneo mantuve con Ramón Otero Pedrayo en su casa del barrio antiguo de Orense. Ambas forman parte de mis inicios como autor de una serie entrevistas en profundidad con algunos de los escritores más renombrados de la segunda mitad de los setenta del pasado siglo. En el caso del autor gallego, el director del diario, pese a ser natural de la tierra, no conocía la personalidad de don Ramón, con ser considerado el patriarca de las letras gallegas.


Puede que todavía guarde en algún sitio la cinta de aquella larga grabación, incluso hasta es posible que tenga archivada alguna fotografía en la que se nos ve a los dos durante la conversación, que fue muy larga y estuvo sazonada por los repetidos chupitos  de Oporto que el reputado polígrafo me ofrecía cada poco, como si pretendiera verme más desinhibido ante su honorable persona, algo que en cierto modo consiguió e hizo más dinámica la charla. Hablamos en torno a una mesa camilla, en una sala muy acogedora y modesta, iluminada por la luz de mediodía que penetraba por uno de los característicos miradores gallegos que asoman a las rúas de la ciudades viejas. Creo recordar que en la estancia también estaba una mujer, ya entrada en años, cuyo parentesco familiar con el escritor no llegué a discernir.

Muy cerca ya de ser nonagenario, don Ramón mantenía una lucidez y memoria encomiables, que demostró sobradamente con la precisión de sus recuerdos del Madrid de principios del pasado siglo, cuando estudió Derecho en la Universidad Central y también se licenció en Geografía e Historia. Recuerdo su mención muy detallada de cada uno de los diversos cafés de la Puerta del Sol, con sus parroquianos de más renombre, y la evocación de sus intensas jornadas de estudio en la biblioteca del Ateneo, así como la gratitud que sentía por un catedrático del instituto de Orense que le inculcó la vocación por la geografía. Por compartir afición por esa materia, creo que mi primera pregunta aludió a las enseñanzas de ese profesor.  Destacó don Ramón sobre todo por los estudios que dedicó a la geografía de su país.

Obviamente, no podía faltar en la charla todo lo referente a su militancia en el Partido Galleguista y su integración en la generación Nos, cuyos miembros (Vicente Risco, Alfonso Rodríguez Castelao, Florentino Cuevillas, Otero Pedrayo y Antón Losada) jugaron un papel fundamental en la política y la cultura de aquel país en las primeras décadas del pasado siglo, con la fundación del Seminario de Estudios Galegos y la configuración -según estudió Carbayo Calero- de un nacionalismo gallego que apostaba por la modernidad y renegaba del folklorismo tradicional. También le dedicamos su tiempo a la poesía, con Curros Enríquez, Rosalía de Castro y Eduardo Pondal entre los autores elogiados por don Ramón, con un largo poema de este último que mi entrevistado recitó con entusiasta énfasis de rapsoda y sin la más mínima vacilación en su memoria. Mi interés personal por Valle-Inclán fue motivo igualmente para que recordase algunas anécdotas de la amistad que los unió y de la que queda constancia en alguna fotografía.


Le hice mención de unas cuantas de sus muchas obras, desde la novela Camiños da vida (1928), Arredor de sí o Escrito na néboa a O señorito da Reboraina (1960), pasando por sus libros de poemas, obras de teatro y su ya aludida labor ensayística como buen conocedor de la geografía gallega, sin que yo pretendiera -por desconocer el contenido de sus libros- más que un examen general de los mismos o unas consideraciones personales acerca de las valoración que le merecía su obra en conjunto, llegado a una edad con suficiente perspectiva para analizarla. Tengo el recuerdo de haber disfrutado mucho con aquella charla, cuyo resumen impreso en dos páginas del suplemento dominical del periódico debería buscar alguna vez en una hemeroteca, al menos para comprobar si el contenido de la misma fue en verdad tan denso como la impresión que dejó en mi memoria. 

Guardo con bastante nitidez todavía, a pesar de tiempo transcurrido, la última imagen de aquel anciano mucho más locuaz de lo que por su edad y avejentado aspecto se presumía, ataviado con una bata de invierno en pleno verano, que tanto al recibirme como a la despedida lamentó no levantarse para estrechar mi mano según las costumbres de cortesía propias de su generación. Tuve la sensación de que su hospitalaria acogida y aquel desbordante ánimo memorial con el que me obsequió  eran una muestra de gratitud al joven periodista de Madrid que se acordó de su olvidada persona al pasar por aquella pequeña ciudad de provincia. Curiosamente, el nombre del escritor alcanzaría notoriedad nacional meses después de mi visita y poco antes de su fallecimiento, cuando recibió el Premio Galicia de la Fundación Juan March y una distinción de la Diputación Provincial de Orense por sus estudios de la obra de Benito Jerónimo Feijóo.

Algunos años  más tarde visité el magnífico pazo-museo que lleva el nombre de Otero Pedrayo en Cimadevila, en la parroquia de Trasalba del ayuntamiento de Amoeiro en la que transcurrió su niñez, un lugar que bien merece la atención del viajero, máxime si gusta del autor o o tiene querencia por la literatura galaica. Allí se puede comprobar el trayecto intelectual seguido por el profesor, político, escritor y editor, una figura clave en la historia del galleguismo como movimiento político, del Seminario de Estudios Gallegos y de la editorial Galaxia. Aquel viaje por Galicia lo hice en moto, provisto como libro de bitácora de la sensacional guía de su país escrita por don Ramón y publicada por la citada editorial. Sigue siendo una herramienta con mucho fondo y una prosa excelente para conocer la historia y geografía del país y reconocer también la tipología de sus gentes.



Aparte de por las provocadoras e insidiosas declaraciones de Ortega Shmit sobre Castelao, que de seguro mantendrán a su partido sin representación en Galicia, esta recordación  de mi entrevista con Otero Pedrayo  la ha estimulado Pedro García Bilbao al difundir una fotografía de don Ramón que no conocía y que data de 1933, durante la celebración del Aberri Eguna y en un mitin del Partido Nacionalista Vasco. Nos recuerda Bilbao que don Ramón fue diputado federalista por el Partido Galleguista, "sobrevivió al golpe [julio, 1936], le expulsaron de la docencia y luego, ya en 1958, sacó cátedra en Santiago". Casi a vuelapluma de esa imagen, consultando algún que otro dato perdido, he escrito este artículo, pendiente de la búsqueda de la grabación de aquella larga charla en la que el anciano escritor me recitó un largo fragmento de versos del poeta iberista Eduardo Pondal, al que tanto admiraba. 

Es muy posible que aquellos versos pertenecieran al libro Queixumes dos pinos, del que también son los que forman parte del himno de Galicia, cuya letra es una de las más dignas y poéticas que conozco en una composición de esas características. La lengua de Rosalía adquiere en esos versos una prestancia y brillo sonoro propios del idioma que inventó la poesía en la península, pues en opinión de Otero Pedrayo -esto sí lo recuerdo con precisión- un pueblo que ve ponerse el sol sobre la mar (dijo la mar) todos los días tiene que tener una voz afinada en hondura y melancolía con el ocaso:

¿Qué din os rumorosos
na costa verdecente
ao raio transparente
do prácido luar?
¿Qué din as altas copas
de escuro arume arpado
co seu ben compasado
monótono fungar?
Do teu verdor cinguido
e de benignos astros
confín dos verdes castros
e valeroso chan,
non des a esquecemento
da inxuria o rudo encono;
desperta do teu sono
fogar de Breogán.
Os bos e xenerosos
a nosa voz entenden
e con arroubo atenden
o noso ronco son,
mais sóo os iñorantes
e féridos e duros,
imbéciles e escuros
non nos entenden, non.
Os tempos son chegados
dos bardos das edades
que as vosas vaguedades
cumprido fin terán;
pois, donde quer, xigante
a nosa voz pregoa
a redenzón da boa
nazón de Breogán.


      DdA, XVI/4558      

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