Anciana en la Gran Vía de Madrid, 1936
Manuel Castells
Las especies se reproducen en la medida en que los miembros
de una generación cuidan de la supervivencia de sus sucesores. Y también de sus
antecesores, porque si esto no es así se rompe el vínculo cultural y material de
solidaridad. Es más, la sucesión solidaria de generaciones es lo que permite la
transmisión de experiencias, culturas e instituciones. Si se perturba ese
equilibrio, se pone en cuestión la supervivencia de la especie.
Visto así, podríamos ser
pesimistas con el futuro de los humanos. Porque, por un lado, la incapacidad de
nuestras sociedades para conservar la habitabilidad del planeta azul, amenazada
por el cambio climático y el rápido deterioro del medio ambiente, equivale,
como hace tiempo ha señalado la comunidad científica, a despreocuparse de
nuestros nietos y de los nietos de nuestros nietos. No es una cuestión
ideológica, a menos que neguemos la evidencia científica, como hacen Trump,
Bolsonaro y otras lumbreras. Se trata de la sangre de nuestra sangre.
Muchos piensan que después de nosotros, el
diluvio. Y ese diluvio está llegando, bajo formas diversas e insospechadas.
Porque siempre hay pretextos para priorizar la “economía” como si solo hubiera
una manera de producir y consumir. Cierto es que hay un tímido despertar a la
conciencia ecológica. Cumbres del cambio climático de París y de Madrid,
Agenda 2030, transición ecológica, economía circular y otros indicios que
algunos gobiernos tratan de traducir en políticas concretas, pero que chocan
con el entramado de intereses creados que siempre piden más tiempo y más
subsidios para asumir el necesario cambio. A la vez que proliferan retóricos
acontecimientos generalmente organizados en incumplimiento de lo que se pregona.
Mientras, por otro lado, empieza a quebrarse el cuidado de
los viejos en sociedades cada vez más envejecidas, con casi un 20% de la
población actual en España y nuestro entorno de mayores de 65 años, con
previsión de llegar a un 30% en el 2068.
La pandemia que aún estamos
sufriendo ha puesto de relieve en todo el mundo la crisis de nuestro sistema de
cuidados. La alarma se ha centrado en el abandono de las residencias de
mayores, donde, en nuestro caso, se han producido un 72% de las muertes por
Covid-19 oficialmente contabilizadas, con porcentajes similares en Francia,
Inglaterra o Italia. Ya sea por la rapacidad de los fondos buitre que coparon
el lucrativo mercado de las residencias privatizadas, o por recortes de gastos
sociales durante la gestión de la crisis del 2008, o por la desidia burocrática
de algunas administraciones públicas, la tragedia ha evidenciado el abandono de
miles de nuestros viejos. Pero la población en residencias representa tan solo
un 4% de la población mayor de 65 años. ¿Y los demás?
Afortunadamente, los 65 ya no
son una condena a la dependencia en nuestras sociedades, aunque sí,
frecuentemente, a la estrechez e incluso la pobreza para muchos, teniendo en
cuenta la insolidaridad manifestada en las restricciones a las pensiones hasta
hace bien poco. De modo que un 32,6% de los mayores vive todavía en su casa en
pareja y otro 30% viven solos, a veces ayudados por la familia, a veces
sostenidos por cuidadores y muchas veces dejados a su albur. Y el resto, en
otras situaciones. Ahí se incluye el 4% en residencias.
La cuestión es que el incremento de la esperanza de vida
(actualmente 86 años para las mujeres, 80 para los hombres) aumenta los grupos
de edad más avanzada, siendo así que la validez física o psicológica disminuye
significativamente a partir de los 80, actualmente más del 6% de la población.
Hasta ahora, aún quedan en la sociedad española, a diferencia de otros países,
vestigios de solidaridad familiar que permiten que ese tercio de la población
que ya no vive en su casa pueda todavía apoyarse en la estructura familiar.
Esencialmente en las mujeres, que además de cuidar de los hijos, del marido,
del hogar y de trabajar fuera de casa, tienen que cargar también con el cuidado
de los padres de uno y otro miembro de la pareja, así como de familiares
desvalidos. Aun con el apoyo de los esquemas de subsidio a la dependencia, la
situación se hace insostenible, conforme se incrementa el número de viejos en
edades más avanzadas.
Ese es el mercado en rápida
expansión detectado por los fondos de inversión
especulativos para que la minoría de familias, o de viejos con ahorros, que se
lo puedan permitir, se descarguen en el sistema de residencias. Aun con el
disgusto mayoritario de los viejos que se resisten con su última energía a que
los aíslen, por muchas visitas que les prometan y por muchos paliativos de comodidad
con los que se adornan las residencias privadas. Hasta que en muchas la dura
realidad se impone. Y llegan las cuerdicas para que no se caigan de la cama en la noche y saturen aún
más a un personal sobrecargado que no tiene culpa de una situación extrema.
El dilema entre la institucionalización
precaria de la vejez y la dificultad de las familias urbanas actuales en asumir
los deberes filiales de antaño es uno de los grandes desafíos de nuestra
especie. Porque si no nos ocupamos de los viejos, muchas personas, cuando aún
no sean viejas, se ocuparán más de preparar su vejez que del bienestar de sus
descendientes. Y sin cultura de solidaridad hacia los que nos engendraron y
hacia los que engendraremos se socavan las bases de la reproducción de la
especie.
La Vanguardia DdA, XVI/4534
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