Álvaro Noguera
Enrique del Teso
El coronavirus hizo
de la actualidad un presente radical y estrecho como un filo entre dos
pendientes resbaladizas. Es un presente radical porque se vive sin pasado ni
futuro. Las dos pendientes son resbaladizas porque cada uno teme la caída que
no le gusta, la estatalizadora o la ultraliberal. Las derechas y el
establishment andan algo agitadas por si este momento tan keynesiano crea en la
mente de la gente el molde de que sus derechos y bienestar descansan en la
robustez de los servicios públicos. Margaret
Thatcher había sentado el resonante principio de que no existía
eso que llamamos sociedad. En efecto, el neoliberalismo siempre quiso un mundo
de ciudadanos a granel, donde nadie tenga obligaciones con el conjunto y no
haya más poder que el que da la ventaja económica. La frase tiene el encanto de
la brevedad y la claridad. Pablo Batalla reparó por eso en la relevancia de
que Boris Johnson afirmase
que la crisis había probado que sí existe «tal cosa como la sociedad». La
crisis hizo necesaria esa sociedad estructurada que tanto molesta al uno por
ciento más rico.
Errejón dijo que la crisis
muestra el sentido común: que para encarar problemas comunes somos más fuertes
juntos como sociedad que atomizados en intereses individuales. En realidad se
trata de algo más sutil. La crisis mostró que el contraste de ideologías
consiste en parte en qué es lo que consideramos asuntos comunes. Todo el mundo
considera un asunto común la defensa del territorio y por eso se hace de la
manera en que somos más fuertes: con un ejército nutrido por recursos comunes,
no con escuadrones privados. Algunos creemos que la salud, la educación o la
vejez son también asuntos comunes y otros creen que es mejor no considerar
comunes esas cosas. La atención sanitaria es más robusta si la encaramos entre
todos y con recursos públicos. Pero esto solo es aceptable si asumimos que la
salud de todos es asunto de todos. Y así es con el coronavirus, porque la
enfermedad de cualquiera es una amenaza para los demás, por lo que la salud se
convierte sin debate posible en un asunto común que debe enfrentarse de la
manera en que somos más fuertes, formando «tal cosa como la sociedad», con los
recursos públicos. Fuera de la pandemia, las privatizaciones de enseñanza,
sanidad o pensiones son la negación de que sean asuntos comunes, porque es la
manera en que no pesan sobre los impuestos de ese uno por ciento que no quiere
«tal cosa como la sociedad».
Por eso todo el mundo anda
desquiciado sobre el filo resbaladizo temiendo cómo se acaben colocando las
piezas. Las derechas desplegaron una táctica de bulos y descalificaciones
apocalípticas, natural en el caso de Vox y arriesgada en el del PP. El ruido y la pantomima consiguen que andemos distraídos de
lo que importa. Por encima del alboroto interesado, la gestión del Gobierno debe
observarse en cinco aspectos: la epidemia y confinamiento, la protección
social, Europa, las libertades y las líneas estratégicas del país. Suelo decir
a mis alumnos que la nota aritmética de un examen puede cambiar cuando es muy
llamativo lo mejor o lo peor de ese examen. Siempre es relevante hasta dónde
llegamos en el mejor momento y hasta dónde nos degradamos en el peor. En un
examen y en todo lo demás.
La gestión sanitaria del
Gobierno fue ortodoxa. Se habló poco del Gobierno en la prensa internacional
porque no destacó ni por listo ni por tonto. Llegó tan tarde como la mayoría y
luego hizo las cosas como la mayoría. En la prensa internacional no fue
percibido como una amenaza comunista ni se habló del 8 M. Hizo más o menos las
cosas que había que hacer. Lo negativo no son los errores, muchos y evidentes,
que se pueden disculpar por la virulencia de la crisis. Son las cosas que se
hicieron mal con voluntad de hacerlas como se hicieron. Fue, es, el caso de la
educación y de los menores. El Gobierno centralizó el mando al principio del
estado de alarma hasta niveles que resultaron polémicos y dudosos. Pero fue
notable la descentralización de la educación. El Ministerio dejó caer la
gestión en las Consejerías y estas la dejaron caer en los centros. Fue evidente
la desgana con la que todos se quitaban de encima la educación. No hubo nunca
un plan para los menores. Toda la vida se vio a la familia como una estructura
hermética, íntima y opaca a la mirada y a las leyes. Por eso costó que se
aceptara que ahí dentro podía haber abusos y quiebras del derecho. En el
confinamiento se tapó a la infancia con la familia y el hogar como el escudo
del Capitán América tapaba las bombas y aislaba la explosión debajo de él. No
hubo gestión ni apoyo por la afectación de los niños por una privación tan
prolongada de socialización.
La gestión social fue en
general buena. Hubo esfuerzo de gestión por proteger a los que más perdían.
Somos más competentes para distinguir por contraste que por identificación: si
nos ponen juntos diez tonos de verde percibimos su diferencia, si nos muestran
uno aislado no sabríamos decir cuál de los diez era. La diferencia por
contraste de este Gobierno con cualquier otro alternativo es notoria. Baste
recordar cómo trató Rajoy a los más débiles e imaginar lo que harían Casado y
Abascal. Si del contraste pasamos a la identificación, no olvidemos que lo más
bajo afecta a la calidad del conjunto. Nuria Alabao recordó a los miles de
africanos que trabajan para nosotros en el sur y viven en chabolas hacinados y
sin posibilidad de distancias sanitarias. Pese a la intensa gestión social, es
una situación que permanece invisible y que hace bajar mucho lo más bajo. La
indignidad cometida en las residencias de ancianos al menos sí es una infamia
visible con culpables señalados. Ninguna de las dos cosas se deben a la gestión
del Gobierno, pero las dos serán parte de su valoración. Al Gobierno le
conciernen los máximos de degradación.
La gestión en Europa es la
más positiva del Gobierno. Tiene un poder limitado, pero es donde más nos
jugamos. La acción de los gobiernos de España e Italia tiene mucho que ver con una posible actuación europea
conjunta para el destrozo económico. Y para la solvencia política de la UE.
Italia había dado señales de alteración geopolítica que no pasaron
desapercibidas y que recordó Enric Juliana: columnas de tropas rusas con su
bandera por Italia, oficiales de su servicio de inteligencia en el territorio,
un 45% de italianos que perciben a Alemania como hostil, un 52% que considera a China un amigo fiable, …
La gestión de las libertades merece cierta alerta.
Igual que la derecha teme la rutina que pueda crear este momento keynesiano,
hay que poner atención en que la inercia del estado de alarma sea la de
gestionar las cosas trascendentes de manera más autoritaria. La supresión de
derechos se debe a una situación crítica y las maneras de gestionar una
situación crítica son malas, injustas e ineficientes en situación de
normalidad. La alarma no puede ser un ictus de la democracia que deje su
parálisis como secuela.
Y respecto a las líneas estratégicas del país, nadie
parece ocuparse. En España cada crisis crea más paro que en otros países y esta
también causó más destrozos. Tenemos un sistema económico vulnerable, no se
entiende el sobresalto de algún chef y algún hostelero cuando Garzón dijo este
obviedad. Con las causas de la alta mortalidad hay que ser cautos todavía. Pero
fue evidente la debilidad de nuestro sistema sanitario, la fragilidad de
nuestra estructura de investigación y laboratorios, el adelgazamiento de
nuestra industria y nuestra dificultad para fabricar cosas que necesitamos. No
todo puede ser ladrillo y hostelería.
Y si nos olvidamos de lo demás, al menos debemos
recordar esto. La diferencia entre los veintipico mil muertos por coronavirus
reconocidos por la OMS y
las cuarenta mil muertes extra sucedidas en este período se debe a que la
epidemia colapsó el sistema sanitario. Eso es lo que pasa cuando el sistema
sanitario no puede responder: la gente se muere. De eso hablamos cuando
hablamos de recortes y privatizaciones, de gente que morirá.
La Voz de Asturias DdA, XVI/4527
No hay comentarios:
Publicar un comentario