Jaime Richart
Lo que no se puede negar es que este
prolongado confinamiento ha puesto a prueba la paciencia de los 47 millones de
confinados en España, a lo largo de 52 días a fecha de hoy. Ahora, como nunca,
cada cual conocerá con más precisión el nivel de su paciencia. Me refiero a la
paciencia forzosa, esa capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse, esa
facultad de saber esperar a algo que se desea mucho; como la libertad perdida,
como estar en una cárcel de postín en unos casos, o en una celda inmunda en
otros, pues el tamaño del espacio donde vive cada uno todos los días es tremendamente
determinante de esa capacidad de encaje.
De todos modos,
hay una gran diferencia entre perder la libertad por decisión del poder judicial, y perder la
libertad por decisión del poder ejecutivo. Pues en el primer caso la razón
moral que subyace a la pena es la expiación de la culpa y la reparación del
daño causado a la sociedad por el delito cometido, mientras que en el segundo
caso no hay culpa de nuestra parte y la razón de privarnos de libertad es
proteger a la sociedad toda de un supuesto mal declarado por una organización
sanitaria mundial prácticamente privada, y por tanto de dudosa naturaleza;
declaración que, en la opinión de muchos, podría hacerse extensiva a otras
muchas enfermedades causa de mortandad a diario y a todas horas. Sea como fuere,
también puede asimilarse este inédito confinamiento a la espera de un paciente
en consulta médica, o a la del viajero en espera un tren, en ambos casos por
espacio de 52 días…
Decía que en esta circunstancia no había culpa
que expiar. Y así es, pero hasta cierto punto. Pues, aunque también en este
caso pueden apreciarse atenuantes al ilícito como castigo; y aunque la
responsabilidad principal recae sobre quienes desde la política y desde la
economía la dirigen, la sociedad, en su conjunto pero con estos personajes
incluidos, como un organismo vivo de comportamiento inapropiado o desviado,
necesitaba un severo correctivo… Porque no es que viviéramos en una sociedad
trepidante. Trepidante es un adjetivo que se queda corto para las
características de la clase de vida que llevábamos. Encajan mucho más los
adjetivos electrizante, convulsa, atropellada, precipitada, desencajada,
nerviosa, alterada; adjetivos presentes en la impaciencia de muchas personas y
situaciones. Me refiero a la impaciencia de quien habla sin dejar hablar a los
demás, a la impaciencia por acabar cualquier tarea sin permitir las fases o
etapas que la naturaleza de las cosas exige para su madurez, su
perfeccionamiento o su logro. Por ejemplo, ganar un título, académico o no, sin
haber estudiado ni practicado lo suficiente la materia que lo acredita y
justifica. Por ejemplo, llamar amor a la coyunda, siendo así que el amor requiere
el paso del tiempo e incluso ponerse a prueba. Por ejemplo, mostrar ansia de
apoderarse del poder político a toda costa, a cualquier precio; incluso
mediante toda clase de falsedades, felonías, invenciones y difamaciones…
Aquella vida
anterior al confinamiento era atropellada, difusa, aturdida, inconsciente, frenética;
estaba propulsada por la inercia y el automatismo. Una vida ignorante de qué
pueda ser eso que llamamos vida interior. Vida que unos desconocen por la
frustración de años sin un empleo digno ni una vida digna, mientras que otros
la desconocen por exactamente lo opuesto; por el agobio del mucho acaparar
ocupaciones, tareas, responsabilidades, pues reducen su vida exterior al ansia
del beneficio, de la ganancia y del lujo; los otros, porque ven su vida
reducida a pensar exclusivamente en su supervivencia o en su autonomía
personal. Pero en ambos casos la desconocen…
Esta situación me
lleva a recordar la diferencia que aprecio entre dos clases de existencialismo:
el de Sartre y el de Heidegger. La existencia de Sartre está casi centrada en
la pérdida de la noción del tiempo. La de Heidegger se cifra en la consciencia
plena de cada uno de los 60 segundos que compone el minuto. El modo de vivir
anterior al confinamiento respondía a una combinación de las dos. Pues, por un
lado, la existencia sartriana sugiere
la idea de parsimonia, pero al final es un abandonarse a ella, no darnos cuenta
de que vivimos. Y si la heideggeriana
sugiere la consciencia plena del vivir, el valor añadido del factor tiempo puede
centrifugar el sistema nervioso y mental de la persona y también puede
desarticularlos. La primera apenas afecta a la sociedad. La segunda, por el
contrario, repercute en toda la sociedad porque la implica.
En fin. Poco a
poco vamos viendo luz, y la recuperación de la normalidad al final del túnel
está siendo gradual. Los efectos que hayan producido este confinamiento
prolongado en la mente, en el espíritu y en el sistema nervioso de la sociedad,
desde luego están por ver (tengo una hija que es psicóloga muy experimentada y
destacada, que ya me dirá). En todo caso, hay dos vaticinios sobre la cercana
vida normal. Uno es: la sociedad española va a ser menos espontánea, más
intimista, más reflexiva, más europea. El otro es: aunque un episodio
traumático puede acelerar el desarrollo, volverá a su ser, pues no se queman
etapas en la evolución de un organismo vivo, y la sociedad humana lo es. Así es
que sólo nos queda por comprobar cuál de los dos está más cerca de haber acertado.
Pero la comprobación requerirá mucha más paciencia de la que, antes de
contrastarla, suele tener el español medio…
DdA, XVI/4487
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