El obispo salió a dar un paseo por sus dominios terrenales, reducidos notablemente desde los tiempos de la desamortización. Conpaso firme de largas zancadas cortaba el silencio fosilizado de los siglos que envolvía el complejo catedralicio y se abría camino entre las sotanas y hábitos inclinados a su paso para besarle el anillo episcopal, pues a pesar de los malos tiempos aún mantenía cerca de veinte dignidades y canonjías a su cargo.
Al asomarse a la antigua puerta de La Noceda -ya desmantelada como casi toda la muralla medieval- la atmósfera cambiaba bruscamente, perturbada por el griterío de los trabajadores que, tras el cambio de turno, subían en tumulto por La Vega desde de las Fábricas de Armas y de Gas para dispersarse por los arrabales que se extendían radialmente en torno a la ciudad, desde Los Postigos hasta el Campo de la Lana.
Aquellos arrabales, donde tradicionalmente vivían los artesanos, comerciantes y criados ocupados en servir al clero que parasitaba la ciudad, se estaban convirtiendo en suburbios obreros con casas de vecindad y barrios ocultos en los que la miseria y las aguas fecales arrastraban la moral cristiana y disolvían cualquier atisbo de fe y de esperanza. El obispo, que se había curtido en las misiones de Filipinas, donde las condiciones de insalubridad eran aún peores, atisbaba ciertas oportunidades de captación y redención de almas a través de la caridad, pero no acababa de encontrar la manera de conectar con aquellos grupos sociales, que no acudían a los oficios religiosos ni distinguían sus atributos de autoridad.
Al llegar al final de la calle de Traslacerca en la esquina de Socastiello, volvió a internarse en el amigable ambiente del casco antiguo, evitando acercarse a la gran avenida que se estaba abriendo para acceder a la nueva estación del ferrocarril. Por aquel territorio, que antes había pertenecido a los conventos de San Francisco y Santa Clara, se desenvolvían ahora los próceres de la burguesía emergente a la que consideraba la verdadera culpable del declive económico de la iglesia y del ocaso espiritual de la urbe.
Ellos habían expropiado los monasterios que rodeaban la ciudad para ocupar los inmuebles y especular con el espacio desamortizado, trazando nuevas calles con edificios modernos y refinados para su uso exclusivo y estableciendo industrias en los suelos de categoría inferior; ellos habían atraído a las masas proletarias y analfabetas que marchitaban la historia virtuosa de la antigua ciudad regia y sacrosanta; ellos humillaban a la iglesia publicando libelos cargados de erotismo anticlerical después de acudir cada domingo a los actos litúrgicos.
Con esos pensamientos que le inflamaban el seso volviósus pasos hacia la catedral, recibiendo saludos y parabienes de algunos residentes de la vieja nobleza que aún permanecían en los palacios de intramuros y, llegando al Tránsito de Santa Bárbara, se sintió de nuevo reconfortado por el tañido seco de las campanas y el arrullo monótono de las palomas. Al pie de la torre del Salvador, sobre las piedras desordenadas del original asentamiento prerrománico, se sentó a observar las sacaveras que salían de los escondrijos a favor del rocío vespertino. Ambas especies, la anfibia y la eclesiástica, llevaban más de mil años en aquel lugar y se estaban quedando aisladas como endemismos en extinción.
Pero Fray Vigil no estaba dispuesto a rendirse todavía e ideaba estrategias de contraataque. Utilizando el bonete de terciopelo a modo de chistera de mago sacó de su interior una flamante Cocina Económica para atraer a los pobres y extrajo proyectos para nuevos edificios religiosos situados, como el Seminario de La Vega, a la retaguardia del ensanche burgués. Y eso solo para empezar… Habría iglesia y sacaveras para rato, pensó mientras esbozaba una sonrisa taimada en el Patio de Pachu el Campaneru.
DdA, XVI/4507
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