lunes, 20 de abril de 2020

RECORDATORIO GIJONÉS: LAS TABLAS DE MAREAS


La recordación de mi amigo Goti, acompañada de la ilustración correspondiente, hace que la memoria de este Lazarillo certifique la relación entre las Tablas de Mareas y el denominado Club de Caña Pescamar de Gijón/Xixón, única entidad a la que mi padre perteneció durante la dictadura, hasta que bien avanzada ésta, y por ver a su hijo hacer teatro en el grupo juvenil La Máscara, se hizo socio del Ateneo. El citado club, si bien recuerdo, estaba en un piso de la calle Jacobo Olañeta y disponía de un buen y frecuentado centro social, al que concurrían todos aquellos pescadores que en aquellos tiempos se prodigaban por lo espigones del puerto exterior del Musel, de donde casi siempre se regresaba en el viejo y sucio tranvía amarillo con la cesta surtida. Me temo que durante muchos años, y puesto a leer libros, mi padre solo creyó en las Tablas de Mareas. Tan es así que, siendo este Lazarillo muy chico, acostumbraba a imitar a su progenitor tratando de darle a su rostro la misma circunspección que advertía en aquel querido pescador de caña cuando leía las mareas, frase llena de atrayente e insondable misterio para una escucha infantil.

Goti del Sol

La tabla de mareas siempre fue un librillo muy útil, no solo para profesionales y aficionados a la pesca, también era necesaria para conocer con precisión los días y horas en los que poder concertar encuentros futboleros en el arenal de San Lorenzo. Por ello, no me causó sorpresa que dos amigos me invitasen a ir con ellos para solicitar una de esas tablas. Me indicaron que el lugar más apropiado era una tiendecilla que se ubicaba frente a la Rampa de la Pescadería, colindante con la capilla de San Lorenzo, donde las proporcionaban de forma gratuita. 
Para allí nos fuimos y poco antes de llegar me encargaron que entrase yo solo a pedirla. Ante mi extrañeza me explicaron que ellos habían ido el día anterior y que podían reconocerlos, denegando la petición. Argumentaron que la precisaban para el padre de uno de ellos. Todo me pareció razonable y procedí a cumplir con la misión que me habían encomendado. 
El establecimiento era angosto, desastrado, con la mercancía objeto de venta colgada por las paredes. Paletas, cubos, rastrillos, flotadores, aletas, balones, todo artículos de uso en la playa. Al fondo, un viejo mostrador de madera tras el que se encontraba una mujerona de aspecto poco amigable. El escenario no era el más adecuado para que un niño de diez años rompiese con su timidez a la hora de solicitar una gracia pero, venciendo miedos y por fidelidad a los amigos, me dirigí a la paisanona musitando si me podía dar una tabla de marea, por favor. 
El rostro adusto de la mujer se transformó, reflejando todo el odio que podía almacenar un ser humano, mientras que con voz tabernaria me imprecaba con un rotundo "¡tabla de mareas, mecagoentumadre...". A la vez, esgrimía con actitud amenazante una paleta de playa, que en aquellos tiempos eran de madera, lo que la convertía en una temible arma. La reacción fue inmediata, eléctrica; me dí la vuelta y en cuatro zancadas conseguí llegar a la salida escuchando el ruido que produjo la pala al estrellarse contra el suelo, lanzada con perversas intenciones por aquella encarnación de la furia. En la calle, los dos amigos se agarraban la barriga al no poder contener el ataque de risa.

Esto formaba parte de un rito iniciático de la tribu, retos que había que superar para ser considerado un miembro más de ella en plenitud de derechos. Había más pruebas en aquel Xixón de principios de los sesenta; uno de ellos, aunque en este caso con conocimiento de los resultados, consistía en solicitar a la vendedora de un kiosko del Campu los Patos un paquete de caramelos de la gocha tiburona y soportar el torrente de insultos que la ofendida dirigía al solicitante. Otro tiempo, otro mundo, cuando éramos ingenuos y gozábamos con trastadas reales.


      DdA, XVI/4471    

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