Aparte las consecuencias catastróficas para la economía, la amenaza de una dictadura universal vaticinada no sólo en la ficción por Orwell sino también por la ciencia de Spengler y de Toynbee, sobrevuela por encima de nuestras cabezas y se interna en nuestro espíritu apocado.
Jaime Richart
En mi realidad
diaria, incluso dentro de la realidad-confinamiento, como un pintor cubista o
surrealista, poca atención presto a lo superficial y a lo evidente. Además, no
me interesan las personas en sí mismas más allá de cumplir la cortesía
elemental, y tampoco los pormenores de la sociedad como noticia, ni la política
excepto cuando promueve un cambio que ya
se ha consolidado. Pero no sólo no me interesan los propósitos de los gobiernos
ni las promesas de la oposición, tampoco las deliberaciones puesto que no puedo
influir en ellas. Suelo estar a lo mío, si bien “lo mío” atiende a todo lo que
concierne a la colectividad, pero a distancia. Una paradoja ésta que comprende
bien el anarquista que no siente la libertad propia si no la comparte con
todos, y también las almas sensitivas y prudentes que se identifican con el
pueblo pero desconfían de la sociedad humana y de los poderes que la manejan.
Pero, si por el grado de importancia de lo que sucede me llaman la atención las
personas y los personajes, no será por lo que me cuentan o por lo que presencio
sino por lo que adivino que ha ocurrido o está ocurriendo entre bastidores. Entonces
es cuando se activa en mí la necesidad de encontrar la explicación.
Pues bien, más
o menos esto es lo que ocurre en la situación que ha provocado este maldito
virus. No me convence el origen oficial del mismo. No me han convencido la
aparatosidad de que se ha rodeado su irrupción en España, por muchas muertes
que ocasione. No me convencen las medidas adoptadas. Por ahí es por donde,
enseguida, ya en el confinamiento, me asaltó la alarma. No la alarma que
proviene del virus ni la que se apresuraron a activar los medios, sino la
alarma de lo que entreveía tras el revuelo mundial: una situación que se
encamina a la atmósfera del 1984 de George Orwell. En España, el relato
desorbitado, una hora tras otra, un día tras otro, de los medios de
comunicación, inmediatamente y en todo caso, me produjo la impresión de un
sensacionalismo miserable. Pues a mi juicio lo que correspondía era una serena
reacción de los medios frente a la calamidad, y no contar los muertos con esa
inmediatez y pareciendo que lo hacían con un ábaco; como si fueran mercancía.
Aquella manera de dar la voz de alarma me pareció tan inapropiada. como
contraproducente. Pues la reacción de las masas en cada hogar camino del centro
de Salud a la primera tos o el primer estornudo, habría de ser una gravísima
perturbación para la asistencia clínica. Como así fue. Por otra parte, una de
dos, o recibieron los medios instrucciones del gobierno para actuar
precisamente así, o era la lujuria de atraer audiencia la que les dictaba
actuar de una manera irresponsable. Si esto fue lo que les movió fue una prueba
más del escaso prestigio de los medios españoles. En el otro caso, podrían
estos haber recibido del gobierno una consigna para actuar como lo hacían, en
sinergia con los demás países de occidente para los fines que algunos o muchos
vemos al final del túnel...
Todo ello
despertó en mí de nuevo (son ya muchas las situaciones en las que siento
vergüenza ajena y propia) la repulsa de verme en una sociedad inmadura, con
unos dirigentes unas veces ladrones durante muchos años, otras veces débiles
frente a ellos, otras renegados de su ideología originaria y otras francamente
incompetentes. Y en la fase que atravesamos, una oposición miserable, falta de
mesura y sentido de Estado, insensata, incapaz de esperar al término del
confinamiento. Y entre todo ello, unos medios de comunicación siempre al sol
que más calienta, amarillistas, imprudentes, oportunistas, siempre ágiles en
sacar partido de lo irrisorio, de la miseria, de la estridencia y del
escándalo. Eso, cuando no son ellos los que los provocan. Luego me fijo en las
medidas drásticas adoptadas por el gobierno para hacer frente a tan dramático
trance, y veo que sin solución de continuidad no hace concesión alguna, al
menos por un periodo de tiempo, a la lógica de la responsabilidad de la
ciudadanía; una ciudadanía bisoña todavía después de 40 años, acostumbrada a la
tutela y al mandato desde la dictadura, ahora tratada como si, a diferencia de
los demás países europeos de primera fila, fuese absolutamente irresponsable:
presa fácil para el autoritarismo de presente preparatorio del futuro. Por
esto, aún sabiendo la índole de mi sociedad, el escaso nivel de la política y
de la mayoría de los políticos, las cortas miras de los gobiernos y el
productivismo extremo de los medios de comunicación privados, me pareció muy
extraño el comportamiento institucional. Unas medidas que se escudaban en
expertos que a su vez, al compás de los contagios y fallecimientos han dejado
mucho que desear, sobrepasados quizá por la proteica naturaleza del virus, pero
en todo caso mostrándose enseguida deseosos de probar su idoneidad con
instrucciones a la población poco pensadas y a menudo contradictorias. Desde
luego la sobreactuación escénica inicial sobraba. Y creo que sigue sobrando.
Dado mi carácter y a pesar de que la falta de serenidad en el español es un
rasgo que me resulta familiar, me superó. Todo esto es lo que empezó a
despertar en mí una profunda desconfianza en las verdaderas causas de un trance
que ha entrado en la Historia de esta civilización que se derrumba. Veremos cómo
evolucionan los hechos. Pero, aparte las consecuencias catastróficas para la
economía de una gran parte de la población española, la amenaza de una
dictadura universal vaticinada no sólo en la ficción por Orwell sino también
por la ciencia de Spengler y de Toynbee, sobrevuela por encima de nuestras
cabezas y se interna en nuestro espíritu apocado.
Desde luego si el sistema económico, ya agotado, ha deseado
reinventarse, no tendría más remedio que recurrir a procedimientos como éste
para de alguna forma someter a la población al estado psicológico propicio;
quizá ninguno mejor, por perverso que sea, como para paralizarla por el miedo
al contagio. Para semejante guerra y semejante plan, tan necesario como
perverso, ninguna operación más eficaz que diseminar un virus que cause el
pavor y la docilidad adecuada para, a partir de ahí, evitar las aglomeraciones,
las manifestaciones y las concentraciones humanas no previamente controladas…
Aunque el proceso tenga un desarrollo y no se compruebe de una manera
inmediata, ya he encontrado la motivación.
DdA, XVI/4476
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