domingo, 19 de abril de 2020

EL INDIANO DE "LA PERLA"


Manuel Maurín

La taberna comenzó a resplandecer cuando cruzó el umbral el apuesto caballero vestido con blanco y oro: un blanco de textil y cuero que se extendía desde el sombrero a los zapatos y un oro que relucía en la dentadura y se descolgaba por las leontinas del chaleco hasta reverberar en los anillos y las pulseras de ambas manos.
Todos los clientes, tanto quienes estaban apostados en la barra como aquellos otros aferrados a las frascas en la penumbra de las mesas, levantaron al unísono las cabezas y volvieron la vista hacia el foco irradiador, diseccionando con la mirada la figura del singular visitante.


El americano, por su parte, observó el panorama antes de dirigirse al tabernero, que aclaraba vasos en el fregadero de piedra empotrado en la esquina de la barra. Ni el chigre ni el paisaje urbano que acababa de atravesar desde la Estación del Norte encajaban con los recuerdos que guardaba de cuando había seguido, en sentido inverso, aquel mismo itinerario antes de embarcar hacia La Habana desde el puerto de Gijón. Por el contrario, parecían haber evolucionado en sentido contrapuesto a la imagen que tenía grabada de cuatro décadas atrás, cuando solo era un adolescente camino de ultramar.

Por aquel entonces el establecimiento de La Perla se ajustaba a lo que sugería su nombre. Con vinos de marcas acreditadas, comida francesa y aseos resplandecientes, era un faro de modernidad incrustado en el amasijo urbano del entorno del Mercado del Progreso, donde se mezclaban los edificios monumentales con los talleres metalúrgicos y el nuevo aire burgués se enrarecía con el trajín de los carruajes, el olor nauseabundo de los alimentos podridos acumulados en los laterales de la plaza cubierta y el ambiente popular del cercano arrabal de Los Estancos.

Ahora, en cambio, la calle se había convertido en un eje comercial con automóviles de lujo y en el solar del viejo mercado se construía el edificio más alto de la ciudad, cuando la taberna era ya una antigualla para el refugio de los últimos borrachos del entorno y los primeros bohemios de la Universidad.
- ¿Qué va a ser?
- Una copa de ron, por favor
- Solo tenemos chatos, cuartillos o porrones de vino de Azpiazu o blanco de La Nava
- Sírvame un porrón de blanco, entonces. Por cierto, creo que hace un tiempo, antes de embarcar, me dejé una caja de zapatos por las prisas para coger el tren.


El chigrero colocó la escalera para subir al altillo donde asomaban los pellejos y barricas antiguas y, atravesando las telarañas, gateó hacia el fondo para salir al poco con una caja polvorienta que le entregó al indiano.
Después de comprobar que eran los suyos, estaba exultante e invitó a toda la concurrencia, se manchó la camisa con un reguero de vino y marchó hacia la Estación de Económicos (donde había dejado la valija) para volver a Ceceda, su pueblo natal.
Cuando salió al exterior, el local volvió a oscurecerse y los clientes regresaron a su postura habitual, encorvándose sobre los vidrios y confundiéndose con los abetunados carteles taurinos que decoraban el local, mientras afuera el esqueleto hormigonado de la Jirafa acaparaba la admiración de los viandantes.

       DdA, XVI/4470    

No hay comentarios:

Publicar un comentario