domingo, 12 de abril de 2020

EL CUENTO DE LA LECHERA EN UN ALDEA DE PILOÑA


Manuel Maurín

Con el primer vehículo a motor que se internaba en aquel paraje, el representante de la lechería alcanzó, tras zigzaguear desde el fondo del valle, el alto rellano en el que se asentaba la aldea, formada por media docena de quintanas y rodeada de campos abiertos con diversos cultivos que policromaban el paisaje.

Se reunió con los vecinos, a la sombra de una agrupación de paneras ornamentadas con trisqueles y sestafueyes, para convencerles de que aumentasen la producción de leche, que hasta entonces utilizaban solo para el autoconsumo. Aunque eran desconfiados y planteaban reticencias sobre los riesgos del cambio en las rutinas y labores a las que estaban acostumbrados de toda la vida, terminó por convencerles con su locuacidad y promesas tangibles a corto plazo (al contrario de lo que escuchaban cada domingo al cura de la parroquia).

Todo eran ventajas, pues les proporcionaban las máquinas desnatadoras y pasarían regularmente con la camioneta para recoger la leche, que pagaban a fin de mes a precio garantizado. Tendrían menos trabajo que dedicándose al policultivo y, una vez que las transformaciones fuesen adaptando las caserías a la especialización ganadera, podrían disfrutar de crecientes ingresos.

La fábrica, situada en la vega del Piloña, transformaba la materia prima y la comercializaba en las ciudades del centro de Asturias, donde la demanda de leche fresca, pasteurizada y condensada, queso y mantequilla, aumentaba sin cesar. Una vez que ya tenía garantizado el abastecimiento de materia prima en los pueblos del valle próximos al ferrocarril de Económicos, se había propuesto ampliar el radio de acción a zonas algo más inaccesibles de los ríos afluentes para aumentar la producción.

Para poder atender las exigencias de la empresa los campesinos necesitaban más cabezas de vacas lecheras, a ser posible suizas o frisonas, así que vendieron en la feria la mayor parte de la reciella y el bovino del país, y se fueron deshaciendo de muchos aperos viejos que ya no iban a necesitar. También abandonaron algunos cultivos tradicionales dedicados al autoabastecimiento transformando en praderías la mayor parte de las tierras cerealistas, las cortinas y los linares.

El paisaje se fue volviendo monocolor y las sebes y murias compartimentaron poco a poco el antiguo terrazgo abertal. En paralelo, remodelaron las cuadras y ampliaron las tenadas, levantando balagares en las antojanas para almacenar cantidades mayores de hierba a medida que crecía la cabaña vacuna y aumentaba la productividad.

Cuando, después de una década, completaron la adaptación de las caserías a la exigencia de los nuevos tiempos y habían pagado la mitad de los préstamos bancarios, el representante de la empresa les comunicó que tendrían que reducirles el precio de venta debido a la saturación del mercado lechero y la competencia de las otras regiones cantábricas.

Se les vino el mundo encima y comenzaron a percatarse de que su destino estaba atado de por vida a las empresas alimentarias como antes lo había estado a los terratenientes de la nobleza. Finalmente, varios mozos consiguieron convencerlo para mantener el contrato inicial blandiendo guadañas y colocándole un forcau de dos dientes en el pescuezo. Habían ganado una batalla, pero estaban empezando a perder la guerra que abocaría a los más jóvenes a tomar el mismo tren en el que se transportaban los productos lácteos. Un tren sin retorno.

     DdA, XVI/4463    

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