domingo, 15 de marzo de 2020

LA GRAN GRIPE EN EL MONASTERIO DE CORIAS

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Manuel Maurín

Procedente de Palencia, llegó a Corias un grupo de jóvenes seminaristas que iban a formarse para ingresar en la orden de los dominicos. Algunos traían consigo, sin saberlo, el pavoroso virus de la gripe que, al final de la Gran Guerra, comenzó a extenderse por toda Europa y pronto se conocería como el “mal de moda”.
Los monjes los recibieron con sus blasones y hábitos blancos y, entre todos, celebraron una cena regada con el vino tinto de los pagos del monasterio. Según la tradición de la comarca lo tomaron en “cachos” de madera que pasaban de mano a mano y de boca a boca. Los rituales de la oración de Completas, antes de retirarse a descansar, también contribuyeron a estrechar lazos de hermandad y a compartir la enfermedad.
En los días siguientes comenzaron a manifestarse las infecciones y se produjeron tres fallecimientos, convirtiéndose pronto el cenobio en un espacio caótico en el que los enfermos más graves agonizaban en las celdas y los demás deambulaban por el claustro o rezaban en la iglesia al Cristo de la Cantonada, la única talla superviviente de la fundación medieval original.
Sólo uno de los seminaristas huyó al exterior, cargado con vino y alimentos de la bodega, sin que nadie lo echase de menos.

Como las plegarias no mejoraban la situación, la comunidad accedió a que los dos médicos del concejo los visitasen para aplicarles alguna fórmula curativa, pero los doctores no se pusieron de acuerdo ni en el diagnóstico ni en el tratamiento: mientras uno opinaba que el responsable del mal era el bacilo de Pfeiffer, el otro se inclinaba por un rebrote de la peste bubónica y los remedios incluían desde opio y codeína hasta baños fríos y sangrías, mientras el número de enfermos ascendía a la treintena.
Finalmente, la Junta Municipal de Seguridad decidió clausurar temporalmente el monasterio, lo que facilitó que los exclaustrados propagasen la plaga por la comarca, convirtiéndola en la más afectada de Asturias, con setecientos fallecidos y miles de enfermos.
La gripe se cebó especialmente en la población joven-adulta y, al fallecer muchos padres de familia y acabarse los ingresos, el hambre aumentaba la vulnerabilidad y la tragedia. En todo caso, murieron el doble de mujeres que hombres, porque ellas se ocupaban de cuidar a los enfermos y acababan irremediablemente contagiadas.
El palentino que había huido del monasterio estuvo refugiado inicialmente cerca de Corias y, cuando llegó a Cangas, encontró ya una situación espeluznante, pues casi todas las familias estaban infectadas y nadie se ocupaba de enterrar a los muertos ni de retirar los excrementos y las miasmas. Decidió alejarse hacia las aldeas del entorno donde fue a dar a una casa en la que halló a una moza de su edad con la mirada perdida y rodeada de cadáveres en descomposición. El final del verano estaba siendo especialmente caluroso en 1918.
Después de reanimar a la muchacha soltaron el ganado, que estaba con la piel sobre los huesos tras muchos días sin comer ni beber, y se fueron juntos temblando monte arriba hasta una cabaña en la que estuvieron varios días delirando entre los aullidos nocturnos de los lobos y el tableteo que al amanecer emitían los machos de urogallo en un cantadero cercano.
Milagrosamente, o no, al cuarto día ambos se despertaron mucho más espabilados, sin fiebre y con apetito; compartieron la comida y la bebida de los monjes y, cogidos de la mano, siguieron caminando hacia lo alto de la cordillera para alcanzar un horizonte de esperanza más allá de la divisoria de aguas.

         DdA, XVI/4435        

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