En su artículo de hoy en el diario El Confidencial, donde colabora con regularidad, uno de los analistas conservadores más perspicaces que tenemos en este país responde al supuesto votante de la ultradereccha que le insultó en la calle, envalentonado acaso por los buenos resultados obtenidos por Vox en la pasada jornada electoral. Como Zarazalejos, hay que creer que existe una derecha democrática, culta, ilustrada y abierta, pero nos lo están poniendo muy difícil los partidos al uso que responden a esa orientación ideológica, desaparecidos en el País Vasco y minoritarios en Cataluña. Si esa ultraderecha ha emergido con alarmante fuerza electoral en el resto de España el pasado domingo, querido Zarzalejos, esa derecha democrática, culta, ilustrada y abierta debería tomarse muy en serio combatir a Vox y lo que representa, tal como has hecho con tu firma en este artículo. Cualquier cosa menos parecerse a ese tsunami ultramontano que se nos viene encima:
José Antonio Zarzalejos
Antes de lo urgente, lo importante. Y quizás este testimonio (lamento la personalización) sea paradigmático de una de las peores consecuencias del 10-N.
El incidente lo relaté ayer en Twitter. A las 10.55 horas, en la calle
Alcocer esquina con la de Padre Damián en Madrid, me crucé en el paso de
cebra con un hombre joven, barbado, que se volvió al reconocerme y me espetó: “Zarzalejos, cabrón, rojo, traidor” y
remató los exabruptos con un “¡Viva España!”. Al lado, una señora mayor
me miró con unos ojos asustados en los que despuntaban lágrimas. Le
impresionó la escena. Le sonreí y continué mi camino.
Ese ciudadano es, seguramente, uno de los 3.640.063 que votaron a las listas de Vox
al Congreso y al Senado el pasado domingo. La inmensa mayoría de ellos
no cree militar en la extrema derecha (algunos sí lo saben a ciencia y
conciencia) y les conturba la falta de comprensión hacia la que ellos
entienden necesidad de adherirse a las tesis que propugna el partido que
preside Santiago Abascal.
Creen que son razonables. Pero no lo son en absoluto. Son propias del ideario iliberal y tribal que triunfa hegemónicamente en algunos países como Polonia
o Hungría y son parecidas a las de las extremas derechas de Italia,
Francia, Holanda, Suecia, Finlandia o Austria y que, en muchos casos,
han acabado con los partidos democristianos, conservadores y liberales.
Esos partidos –y Vox también- explotan el denominado “lado oscuro del instinto tribal”
que, según Marlene Wind ('La tribalización de Europa'. Editorial Espasa
2019), consiste en aquel que “estrategas y líderes autoritarios
explotan cuando elaboran campañas dirigidas a jugar la carta de la
'vinculación emocional del grupo' y a 'deshumanizar' a los oponentes de
este.” Y añade la profesora danesa: “Ese sea, probablemente, el motivo
exacto por el que los 'tribalistas' suelen tachar a sus críticos y
adversarios de traidores. Traición y deslealtad son palabras mayores,
y su repetido empleo muestra hasta qué punto las alusiones identitarias
suelen ser un constructo cuidadosamente diseñado para lograr unos
objetivos políticos específicos”.
Así que en el terceto de epítetos (“cabrón, rojo, traidor”) el último es el supuestamente definitivo y concluyente. Como soy vasco (lo son mis hijos, mi mujer, mis hermanos…), como soy, por vasco, español y, además, prefiero para España la monarquía parlamentaria a la república
y me inclino por determinados valores conservadores, debería sentir una
instintiva llamada de la 'tribu' y enardecerme con la bandera, con el
himno de la Legión, con la Reconquista y don Pelayo, y considerar la exhumación de Franco una “profanación” y “liberticida” al Estado de las autonomías.
Y
la verdad sea dicha: no solo no experimento pulsión alguna de esas
características 'tribales' sino todo lo contrario, me producen
inquietud, desazón y me reiteran en las lecturas de Hannah Arendt sobre
la banalidad del mal ('Eichmann en Jerusalén') y sobre los
totalitarismos ('Los orígenes del totalitarismo').
Para que la 'ficha' sea más completa diré que milito en la 'judeofilia', lo cual aumenta el gramaje de mí 'traición',
que quedaría plenamente confirmada porque (después de haber dirigido
'El Correo' en Bilbao y 'ABC' en Madrid) escribo desde hace 10 años en
El Confidencial, colaboró con 'El Periódico de Catalunya', llevo lustros
de vida profesional radiofónica en la SER y mis incursiones televisivas
se consuman en La Sexta. Sí, efectivamente, debo ser un traidor pero ¿a qué lo soy?
Pues a esa dirigencia hiperbólica y hostil; a ese discurso visceral y
primario; a esas excitaciones de las pasiones ideológicas e identitarias
y a ese ordeno y mando cuartelario. A esas testosteronas dialécticas que si no fuesen tan absorbibles resultarían en extremo ridículas.
Y lo seré siempre (traidor a todo eso) sin dejar de ser vasco, español,
conservador y monárquico. Y aspiraría a que quienes así se sienten
perseveren en una derecha democrática, culta, ilustrada y abierta. Que
la hay.
DdA, XV/4336
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