Inés Marful
Paradoja viene del latín para/doxos, aquello que contradice una opinión
previamente asumida. Hoy quiero reparar en dos. Una de ellas real. La
segunda sólo aparente.
1/ La primera tiene que ver con Heidegger
y Van Gogh y bien podría plantearse con esta sencilla pregunta: ¿cómo
conciliar la compasión de Heidegger, su honda piedad con toda conciencia
que se extingue, con su complicidad con el nazismo? ¿Cómo procesar con
una mínima sintaxis que el filósofo del Ser no hubiera retrocedido
espantado ante la patencia clamorosa del exterminio?¿Cómo entender la
ceguera selectiva de un filósofo que, secundando la fobia encarnizada de
Hitler, se atrevió a prohibir a su anciano maestro judío, Edmund
Husserl, visitar la biblioteca universitaria?
Hace apenas dos
años, en Madrid, en la exposición “Auschwitz. No hace mucho. No muy
lejos”, pudimos ver el zapato de un niño; el calcetín, conmovedoramente
miserable, estaba cuidadosamente depositado en su interior. Los sicarios
del Reich le habían dicho que se los quitase para ir a la “ducha”…
Imagino a ese niño más allá de lo que las palabras pueden decir de lo
abominable de su muerte. Y me pregunto, entonces, qué pensaría Heidegger
ante ese mismo zapato después de haber escrito páginas gloriosas sobre
los zapatos viejos del campesino, de Van Gogh. Escuchemos al filósofo
hablar de ellos: “La humedad y el barro han impreso su huella sobre el
cuero. Bajo las suelas se despliega la soledad del camino cuando muere
la tarde. En el zapato tiembla la llamada prudente de la tierra, su
silenciosa ofrenda de trigo maduro.”
La historia no regresa,
pero podemos olvidar, al menos por un momento, que Heidegger no ha visto
ese zapato. Ponerle ese zapato de niño, con su calcetín dentro, ante la
vista. La mirada de Heidegger. Su dolor. Su repulsa. Imaginar,
entonces, que Heidegger escribe: “Una confianza pueril ha hecho que el
niño se quite los zapatos para ir a la ducha. En su mente la puntual
alegría de recibir un chorro de agua tibia sobre la clavícula etérea,
sobre el vientre, hinchado por el hambre, sobre los ojos oscuros en cuya
umbría se dibuja un bosque que la luz del otoño atraviesa con calma,
como si todo en la tierra renaciera desnudo en la fugaz turbulencia de
sus ojos. En el zapato tiembla la llamada prudente del amor, su
silenciosa ofrenda de trigo maduro.”
2/ La segunda tiene que ver
con Theodor W. Adorno, admirable apóstol de la dialéctica negativa.
¿Cómo no entender el enérgico alegato de un filósofo judío contra el
exterminio: “No puede haber poesía después de Auschwitz”, proclama
Adorno. Y sigue: ”Hitler ha impuesto a los hombres en estado de
no-libertad un nuevo imperativo categórico: orientar su pensamiento y su
acción de tal modo que Auschwitz no se repita, que no ocurra nada
parecido. Este imperativo es tan reacio a su fundamentación como otrora
el dato del kantiano. Tratarlo discursivamente sería un crimen: en él
puede sentirse corporalmente el momento adicional de lo ético.”
Günter Grass, molesto ante la tajante afirmación de Adorno, dijo que
prohibir la poesía después de Autswitz era como prohibir a los pájaros
cantar. Se equivocaba Grass. Lo que, a mi humilde entender, decretaba
Adorno no era otra cosa que la imposibilidad de la poesía para alojar en
sí la representación verbal de lo irrepresentable. Naturalmente que
puede haber poesía, pero ningún poema será capaz de llegar con palabras
hasta los últimos límites del espanto. ¿Por qué? Por qué el Holocausto
es, por definición, lo indecible, lo irrepresentable, lo que rehúsa
cualquier material significante que pueda acercarse siquiera a los
zapatos de un niño, los calcetines dentro, cuidadosamente depositados
para poder recogerlos a la vuelta. Dócilmente esperando cruzar el umbral
de un barracón.
Poco después, la ducha que le dará la muerte.
P.D. Lo mismo pienso del "holocausto español".
FOTO: Zapatos viejos de Van Gogh
Y sigo rogándoos que firméis contra el boicot del Ayuntamiento de
Oviedo a nuestro proyecto sobre las fosas de la ignominia franquista:
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