Ana Gaitero
Diario de León
Cuando Franco murió nos dieron tres días de
vacaciones escolares. A mí se me hicieron tan largas que me parecieron
una semana. En el blanco y negro de la tele vi desfilar a decenas de
gente llorosa que se reclinaba sobre el féretro o levantaba la mano
derecha. Me aburría la música marcial.
Contemplé esa imagen con total desapego. Como una ficción. Me
preguntaba si en todos los países del mundo habría otros señores como
ese, vivos, muertos o embalsamados (palabra que me estremecía como pasar
por delante del cementerio en la oscuridad de la noche).
Confieso
mi ignorancia del régimen en el que vivíamos. Me espanta que las
generaciones que han nacido en democracia sigan en la misma ignorancia.
No me habían obligado a cantar el Cara el sol, aunque en casa se
recordaba a dos inocentes, muertos en la guerra, y se hablaba de las
requisas del trigo y las persecuciones de la Guardia Civil a la molienda
nocturna y clandestina del trigo que se escamoteaba para tener un poco
de pan. Y sobre todo, me habían metido en el cuerpo un miedo atroz al
infierno.
Cuarenta años después, el féretro del dictador colgado de un
helicóptero me evocó aquellos días mientras escuchaba una discusión tan
tabernaria como cavernaria. El féretro colgaba de un helicóptero y yo
asistí a un espectáculo sociológico sentada en una estación de
autobuses. Me trasladaba de la trágica astracanada del Brexit a la
patética ignorancia de nuestra memoria histórica.
Con el muerto sobre la barra del bar, la camarera pleiteaba con una
cliente sobre la inoportunidad de la exhumación de Franco. Que si
Cataluña, que si el paro... Que si la abuela fuma. La nula pedagogía que
esta democracia ha hecho de la memoria histórica ha restado comprensión
a un gesto obligado.
Había que hacerlo. Y se ha hecho. Pero hay mucho por hacer aún, Pedro
Sánchez. A la sociedad española nos plantaron un muerto en la barra del
bar, vía espectáculo audiovisual, y se multiplicaron (de forma
absolutamente irreal) los asistentes al entierro y las proclamas a favor
del pollo en la bandera.
La idea de que sacar a Franco de Cuelgamuros es una baza electoral ha
planeado sobre nuestras cabezas con ese féretro colgante. La realidad
es que se ha convertido en una caja de resonancia de los odiadores de la
patria (que se autodenoniman patriotas).
No importa. Hay que seguir exhumando. A todas las Genara, que como la
maestra de Cirujales asesinada en León en el paredón de Puente Castro
en 1941, que permanecen en las cunetas de tierra y de la memoria. Hay
mucha tierra que excavar para sacar el muerto de la barra del bar. Hay
que exhumar la información que se nos ocultó, o que sólo circula en
círculos pequeños, sobre la riqueza que la familia de Franco y tantas
otras atesoraron gracias al abuso y a mantener a raya a una sociedad a
base de palo y sotanas.
Nicolás Sánchez Albornoz, uno de los presos que lograron huir de
Cuelgamuros en el episodio conocido cinematográficamente como Los años
bárbaros, reveló que las empresas se enriquecían con la mano de obra
barata que el franquismo les prestaba para hacer el mausoleo, y también
de cómo el Estado se embolsaba una parte de los pagos. Eso mismo pasó en
Cuelgamuros, en Villameca, en Los Barrios de Luna, en la carretera de
Castrocontrigo, en Villamanín... y en tantos lugares donde los rojos
penados fueron usados para reconstruir el país.
Que la democracia permita que el presidente del Tribunal Superior de
Justicia de Castilla y León pueda decir que cumplir con una ley aprobada
en el Parlamento es desenterrar odios no deja de ser una anomalía del
sistema que nos ‘dieron’ cuando nada sabíamos de la democracia.
No hay más odio que el suyo, señor Concepción, y el de quienes
invocan tan pobre argumento. Se trata de exhumar la verdad, la justicia y
la reparación. Es lo que la ONU exige al Estado español y por más que
arda Cataluña o que el paro cabalgue de nuevo, era necesario quitarnos
este muerto de encima. Pero no para no ponerlo en la barra del bar.
DdA, XV/4320
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