El desfile del Día de las Fuerzas Armadas
supone cada año un millón de euros, más o menos.
José Ramón Ripoll
Hace un par de días, cruzando la madrileña Plaza de la Cibeles, pude
observar cómo una escuadrilla de aeronaves atravesaba el cielo,
posiblemente ensayando su papel en un próximo desfile militar para
conmemorar algún festejo patriótico. Bombarderos, cazas, aviones de
reconocimiento y helicópteros en formación sobrevolaban la ciudad a
pocos metros de altura, llamando la atención de los paseantes, no sólo
por la inesperada presencia de estos objetos bélicos sobre
sus cabezas, sino por el estruendo que la inesperada aparición
provocaba. No pude dejar de pensar en la guerra, en aquel Madrid
bombardeado desde los aires, edificios derruidos, sirenas anunciadoras
del peligro inminente, gente refugiándose en los sótanos y en el hueco
de las escaleras, niños sin saber bien lo que ocurría, ancianos a la
espera tal vez de que un obús acortara sus vidas y acabase de una vez
con toda esa barbarie. ¿Qué sentirán los niños que han vivido una guerra
y han tenido que abandonar sus casas y países huyendo de la destrucción
al contemplar tal simulacro? Los imagino muertos de espanto,
escondiendo sus cabecitas, mientras se preguntan qué hacen aquí otra vez
los aviones que rasgaron su infancia en mil pedazos. Creo que todo país
tiene derecho a defenderse, y en un mundo armado hasta los dientes, es
de obligado cumplimiento mantener un ejército bien equipado que pueda
hacer frente a posibles agresiones externas. Pero da vergüenza hacer
exhibiciones de objetos de matar en tiempos de paz. No es ético ni
estético, ni mucho menos moral, cuando la historia de la humanidad está
escrita con la sangre vertida por tantos millones de inocentes
enterrados en fosas comunes o cuya anónima memoria se reduce al perverso
eufemismo bautizado como «daños colaterales». No es justo medir el
patriotismo ciudadano por la asistencia a las paradas militares o por
los fervorosos aplausos del público al paso de los lanzamisiles o a la
estelar coreografía de una patrulla que tiñe la bóveda celeste con los
colores de la bandera nacional. Si alguna vez necesitara una navaja para
salvar mi vida estoy seguro de que no la enseñaría nunca a nadie y no
sé ni siquiera si sería capaz de llevarla en el bolsillo.
DdA, XV/4303
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