Recientemente la Universidad de Oviedo -cuyo mapa de fosas comunes se alberga en el diario EL COMERCIO- elevaba a 26.000 el número de víctimas de la posguerra en Asturias. Hagan cuentas y comparen, siempre teniendo presente que la esperanza de vida en nuestro país no supera los ochenta y tres años, y que la guerra, en el caso de Asturias, acabó hace ochenta y dos (21 de octubre de 1937). El panorama no es halagüeño.

Si no se la conocía, uno podía llegar a pensar que Ascensión Mendieta
era pequeña y frágil. Así, al menos, era su cuerpo, pero por contra
Ascensión era obstinada y constante, amable en las formas pero firme en
el pensamiento e insobornable en su dolor. Un dolor fraguado a lo largo
de ocho décadas y que, a pesar de su profundidad, no se había
transformado ni en ira ni en venganza. Ascensión Mendieta no abría
heridas, pero se negaba a que le obligasen a comulgar con que la suya
permaneciera abierta. Fue ella la que abrió la puerta a los asesinos de
su padre, Timoteo Mendieta, que se lo llevaron a fusilar -sin juicio, ni
abogado, ni sentencia- a Guadalajara en una noche
otoñal de 1939. Ella, apenas una cría, no podía entender que su padre
hubiera hecho nada que mereciera la muerte, porque pocas cosas la
merecen. Salvo en aquellos años. Mendieta había sido alcalde de Almunia
de Tajuña y militaba en la UGT. Suficiente.
Ha muerto
Ascensión Mendieta habiendo logrado el sueño al que consagró su vida. A
los 93 años y ante la apatía más vergonzante de un estado que aún cuenta
en su haber, a ochenta años del final de la Guerra Civil y pocos menos
de su cruenta posguerra, con más de ciento quince mil Timoteos de los
que la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) ha
podido exhumar tan solo a una mínima parte. Si se reduce la estadística
a las intervenciones impulsadas por el sistema judicial, aún menos.
Solo el año 2019 ha visto morir ya a los dos pioneros de la 'querella
argentina', iniciada por el gallego-argentino Darío Rivas -quien
falleció en abril, a los 99 años- y seguida por Ascensión, cuyo corazón
ha dejado de latir ahora, a los 93. Hace cinco, casi frisando la
noventena, esta mujer menuda se subió a un avión para pedirle a la
justicia argentina lo que la española ignoraba: que le permitieran
recuperar los huesos de su padre, enterrado en una fosa común junto a
decenas de represaliados, para darle la sepultura familiar que sus
asesinos le pidieron tener. Un deseo tan sencillo como incómodo, a tenor
de las dificultades que a lo largo de una vida casi centenaria, media
de ella en democracia, se fue encontrando para cumplirlo.
El éxito
de la gesta de Ascensión Mendieta pudo verse materializado en julio de
2017 y las imágenes hablan por sí solas: una anciana nonagenaria que
vela a su padre. Su caso se ha convertido, desde entonces, en el emblema
de la lucha por los derechos de los familiares de las víctimas de la
posguerra franquista, pero conviene también que los frondosos árboles
que plantó la historia de aquel alcalde de Almunia de Tajuña fusilado en
el otoño del 39 no impidan ver el bosque de una realidad que no siempre
termina bien. Afirma Derek Congram, quien comenzó buscar los restos de
las víctimas de la masacre de Srebrenica tan solo cuatro años después de
que esta se perpetrase, que de más de ocho mil muertes documentadas
solo han podido localizarse unos siete mil cuerpos.
En España, la
imposición del silencio por ley a lo largo de cuarenta años de dictadura
y el poso que este dejó hasta ya bien avanzada la democracia -cuesta
pensar, incluso hoy, en pleno 2019, si cabe hablar de ese olvido
intencionado en pasado-; la falta de registros documentales fiables (en
el caso de Timoteo Mendieta un error en el listado original de víctimas,
que situaba su cuerpo en la fosa 2 del cementerio de Guadalajara,
complicó los trabajos durante meses: finalmente fue encontrado en la
fosa 1) y el avance imparable de las lenguas de asfalto o incluso de la
construcción de establecimientos dudosamente bien intencionados sobre
fosas comunes (una cochiquera, en el caso de El Rellán, en Grau) hacen
temer lo peor a los voluntarios de la ARMH cuando se enfrentan a nuevas
búsquedas. Si no la mayor parte, gran número de ellas terminan sin
resultados concluyentes. Los cuerpos, simplemente, no están. Han
desaparecido o, sencillamente, nunca estuvieron donde la tradición oral,
a veces inexacta, siempre los ha situado. La falta de ayuda estatal
complica aún más unos trabajos que son financiados por las cuotas de los
socios de la asociación, la buena voluntad de quienes dan su trabajo
gratis a cambio de nada, alguna pequeña intervención casual de los
ayuntamientos, donaciones o la ayuda desinteresada del sindicato noruego
-¡noruego!- Elogit.
Y muchas Ascensiones Mendietas, de las pocas
que aún siguen quedando, y muchos Daríos Rivas no ven nunca cumplido un
deseo en el que no media ni el odio ni el ánimo de venganza. En mayo de
2017, mientras un equipo de ARMH se afanaba en buscar los restos de
Timoteo Mendieta en Guadalajara, otros dos, en colaboración con la
Sociedad de Ciencias Aranzadi, hicieron lo propio en Bañugues y en
Pravia. Se buscaban seis cuerpos; aparecieron dos. Recientemente, una
nueva intervención en Teverga, donde se ha podido documentar las
evidencias de un fusilamiento, finalizó su primera fase también sin
resultados. Mientras tanto, esa mujer tan grande, en el alma, como un
roble, que se llamaba Ascensión Mendieta, ha finalizado su tránsito por
la vida. Recientemente la Universidad de Oviedo -cuyo mapa de fosas comunes se alberga en EL COMERCIO-
elevaba a 26.000 el número de víctimas de la posguerra en Asturias.
Hagan cuentas y comparen, siempre teniendo presente que la esperanza de
vida en nuestro país no supera los ochenta y tres años, y que la guerra,
en nuestro caso, acabó hace ochenta y dos. El panorama no es halagüeño.
DdA, XV/4279
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