jueves, 5 de septiembre de 2019

PESCADORES DEL MUELLE DE GIJÓN ASOMADOS AL FONDO DE LAS BARCAS

Valentín Vega

Félix Población

Entre esta imagen, tomada por Valentín Vega en El Muelle de Gijón en 1948, y las que yo observé en mi niñez algunos años después, apenas hay diferencia. Cuando mi abuelo el ferroviario me llevaba a La Rula para observar la llegada de las lanchas y los barcos con su cargamento de pesca fresca y plateada a última hora de la tarde, hacíamos siempre una parada larga y previa en los Jardines de la Reina, en donde mi abuelo solía orinar en los servicios públicos instalados en aquel parque, y que eran de los pocos que había en la ciudad entonces. Se trataba de unos retretes muy bien ventilados, sin puertas y con el techado abierto por los lados, que me parece eran solo para uso de varones, o al menos así los recuerdo. 

A esa hora de la tarde, como también las mañanas de los sábados o domingos, la imagen de los pescadores apoyados en las barcas, con ese gastado vestuario de faena, remendado y sucio, casi todos con boina, formaba parte de mi observación y de mi asombro, muy a flor de pupila en esa etapa tan despierta de la mirada. Sobre todo si, como es el caso, lo que tenía ante mis ojos era la insondable y enigmática costumbre de los protagonistas, de la que el fotógrafo Vega dejó elocuente constancia.

Parece como si cuatro de los marineros que aparecen en la instantánea hubieran preferido ocultar sus rostros ante la presencia del fotógrafo y embocarlos hacia el fondo de las barcas, bien porque su identidad fuera irrevelable, bien porque temieran por algún oscuro motivo dar la cara en unos tiempos de posguerra nada proclives a esas u otras confianzas de público muestrario. 

Puedo asegurar, casi con la certeza de creer ver a los mismos protagonistas, que una imagen idéntica -tal cual es la que encabeza este artículo- pertenece también al arraigado y ya muy neblinoso archivo visual de mi niñez, como posiblemente les ocurra a muchos otros gijoneses de mi generación, archivo sobre el que estas fotografías del viejo Gijón operan como focos de luz que avivaran los perfiles de su olvidado contenido.

Ese avivamiento seguramente se lo deba en este caso a la cavilación que me procuraba indagar de niño por qué aquellos curtidos pescadores, hartos sin duda de faenar en sus lanchas mar adentro, se mostraban tan apegados en las horas de tierra y solaz no solo a su madera,  sino -y sobre todo- a  fondear sus miradas en el interior de las embarcaciones. ¿Acaso buscaban algo dentro que les reafirmara existencialmente acerca de la razón, sentido y provecho de sus vidas? 

Colma el valor de la fotografía la presencia en primer término de ese niño de pelo blondo, de cuatro o cinco años, al que entreveo algo mocoso y con la piernas sucias a la s0mbra de su abuelo pescador. Todo un adelanto del que sería yo algunos años después, escuchando las conversaciones del ferroviario con sus excompañeros de profesión en el parque del Mercado del Sur, excompañeros entre los que solo recuerdo a uno con la boina calada, el rostro temblón, algo amoratado y a medio afeitar, y los ojos pequeños, claros y lacrimosos.

La afirmación de su recuerdo puede que se deba a que una vez habló con voz carrasposa y apagada del mal rancho de la cárcel, en donde había estado y le habían hartado de vainas de guisante cocidas. Ese día le pedí a mi madre que me las cocinara alguna vez, como al amigo preso del abuelo, anécodota que pasó al acervo familiar de mis ocurrencias infantiles cuando estas, como mi niñez, empezaron a ser historia.


                        DdA,XV/4268                     

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