Max Álvarez
Si digo que alguna vez hasta la llamaba “Estrella” –aunque
lo habitual era ¡buela!- imaginaréis una estrella cualquiera, perdida
en el transparente cielo de una noche de verano; como mucho alguno puede
que le venga a la mente la Estrella Polar o la de Oriente, pero esta
era una estrella mucho más terrenal y valiosa, particular, rutilante…
¡fue y sigue siendo mi abuela!
Si os cuento que era
anciana aún antes de ser vieja, sospecharéis que se trataba de una
mujeruca arrugada, rancia y encogida… pero esa que imagináis no será
ella. Si relato que solía peinar de moño su pelo blanco un poco rizado,
apuesto algo a que veréis una abuela con moño alto, pero dudo mucho que
logréis acertar con el parecido.
Seguramente no
adivinaréis –si no yo no os lo cuento- que tenía unos ojos grandes y
pardos, que en su juventud habían robado el negro a las semillas de la
amapola y que para mí eran los más hermosos que había en la aldea, sin
duda me tacharéis de exagerado ¡Allá vosotros…!
Si
continúo con la cantinela de que tenía la cara redonda y llena de
arrugas, creeréis que era fea, os disculpa que no llegásteis a
conocerla, o que vais ciegos por la vida, supongo no valoráis como se
debiera la hermosura de unas arrugas con clase, trabajadas, producto del
cariño repartido a su alrededor, del desvelo por los demás, del
sacrificio por hacer la existencia más agradable a sus seres queridos,
de la entrega a todas horas, a jornada completa, durante toda una vida,
que por desgracia no fue muy larga.
Si manifiesto que
era molinera de temporada, cuando las nubes agotadas de sostener el agua
dulce, suspendida allá arriba en las alturas, la dejaban caer en fina
lluvia sobre nuestras cabezas, cavilaréis que bien pudiera llevar a
menudo la negra pañoleta y las manos enharinadas, tiznadas del blanco
polvillo de la escanda, o el amarillo oro del maíz, y llevaréis toda la
razón ¡Así solía aparecer a menudo!
Decía haber nacido
con el siglo y sospecho que llevaba mal la cuenta, presumo que había
sido un veinte de noviembre, seguramente del postrer año del siglo
anterior. Confieso que le encantaba leer, y leía muy bien; libros no
tenía muchos, aunque contados, le servían de guía para hilvanar los
cuentos con que me acunaba. Era hija de Antón el Maestro, un enseñante
muy de la época, a ella le enseñó a leer y escribir… ¡y era mucho en
aquellos tiempos! De cuentas, a sumar y restar, dado que de ahí las
mujeres no necesitaban pasar.
Qué decir de su vestido
largo, negro y de luto, era el uniforme en que se embutían las mujeres
en plena juventud, siguiendo las sacro santas normas, de una época de
nacional fascismo y fanatismo religioso, que todo lo contaminaba.Y qué contar de su mano derecha encogida y con un duro
callo en la palma, de años y años de hacer fuerza con el pelado tronco
de avellano, para "calcar" la farina en los sacos y pellejos; secuelas de
la diaria guerra por la subsistencia.
Casada a los
dieciocho años -crió seis hijos y uno de propina-, cavilaba con razón que no tenía ningún descanso y por tanto era la más esclava del pueblo;
primavera, verano y otoño, media jornada en las huertas, manejando el
picón a destajo, con las labores propias de estas estaciones, amén de
las tareas propias del hogar, y en el invierno, que bien podría haber
descansado un poco, dedicación diurna y nocturna para atender la
molienda.
Si os digo que compartí habitación con
ella por más de una década, lo comprenderéis al fin –eso marca mucho-, un
niño observa, guarda y valora lo importante y lo que atañe a los abuelos
lo es sin duda.
Cómo contaros aquellas
interminables horas que pasaba, diminuta y confundida con la tierra, a
la testera del sol, sallando las patatas o el maíz ¿Qué no sabéis lo
que es sachar (sallar)? Era una labor muy importante que se solía
hacer a mano, y consistía en esponjar la tierra sembrada, y quitar las
malas hierbas, a fin de ayudar a que prosperasen más y mejor las
plantas útiles. O mesoriando y pilucando las espigas de escanda en las
tierras de la Cuesta o Cadafeiche, en pleno mes de agosto, cuando el
vaho que nos echaba León por la Ventana, era fuego del peor de los
infiernos.
Me encorajinan esos que poco menos
que abandonan a los abuelos en la gasolinera, como si fuesen unos
perros apestados, para irse de vacaciones; o tantos otros que los tiran
de cualquier manera en una residencia, porque dicen que no pueden
atenderlos, hasta hace poco no lo entendía, ahora ya me cabe en la
cabeza, acertáis, aunque entonces no era abuelo –ahora ya lo soy-
¡llegué a viejo!
¿Acaso antiguamente cuando un
viejo no servía ni para ordeñar una vaca se le daba el pasaporte? Es
más, no existían las jubilaciones y los ancianos se entretenían desde el
corredor, viendo el corral con los terneros y contemplando a los nietos
crecer a su alrededor, contándoles muchos cuentos, que de eso suelen y
solemos andar sobrados.
Siento una gran pena… ya
no recuerdo su voz, perdí su tono y vosotros poco podéis hacer para
ayudarme. Flotan en mi cabeza tantos recuerdos, tantas imágenes
superpuestas que enturbian y vuelven la memoria borrosa. A estas
alturas ya cavilaréis que fue algo más que una simple abuela ¡Fue mi
segunda madre…!
DdA, XV/4263
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