Roberto Fernández Retamar, 1930-2019
Atilio Boron
En el día de ayer, sábado 20, a últimas horas de la tarde llegaba
Buenos Aires la triste noticia del deceso de Roberto Fernández Retamar.
Se consumaba así una pérdida de verdad que irreparable, aunque esto
parezca una frase trillada o un lugar común. Roberto deja un hueco en la
cultura emancipatoria imposible de llenar, sin que esto signifique
menosprecio alguno para tantas y tantos intelectuales revolucionarios de
Nuestra América. Pero Retamar era claramente un fuera de serie: un
hombre de convicciones firmes y de exquisita cortesía, poseedor de un
castellano límpido y preciso, siempre armonioso al oído de su lectora o
su lector. Una pluma elegante, que deleitaba con su lectura y a la vez
punzante para con los siervos del imperio, los enemigos de la revolución
y también para la legión de eclécticos que en momentos como éstos
vacilan en condenar categóricamente al imperialismo por la interminable
sucesión de crímenes de lesa humanidad que comete a diario. No sólo con
sus bombardeos, sus drones, sus guerras sino también con sus bloqueos,
como el que padece Cuba desde hace 60 años, o el más reciente perpetrado
con saña feroz en contra de la Venezuela bolivariana.
Retamar fue el prototipo del intelectual comprometido, que actuó sin
desmayos a lo largo de toda su larga y fecunda vida. Organizador
cultural, lector incansable, crítico incisivo pero siempre amigable. Su
labor en Casa de las Américas ha sido extraordinaria, en línea con lo
que hiciera su predecesora, la gran Haydée Santamaría. No hay palabras
suficientes para trasuntar el dolor por su pérdida y la relativa
orfandad en que a muchos de nosotros nos deja su partida. Guardo muchos
recuerdos de tantos encuentros y conversaciones con él, en La Habana y
en Buenos Aires, y muy especialmente las dos últimas cuando en su
oficina de Casa de las Américas mientras dialogábamos sobre uno de sus
temas favoritos, los intelectuales y la deserción de la academia, le
conté al pasar de mi indignación ante las mentiras y tergiversaciones
que poblaban un reciente libro de Mario Vargas Llosa (La Llamada de la Tribu)
y mi intención de escribir algo al respecto. Pensaba en un artículo
que, tal vez, pudiera publicarse en la Revista Casa, le dije con cierta
timidez. Quedé paralizado cuanto noté que su cuerpo entero se puso en
tensión, abandonó la charla sobre los intelectuales, y me dijo que eso,
una simple nota, no sería suficiente y que el personaje de marras
merecía algo más que una nota. Un libro, me dijo, “escribe un libro
donde expongas todas sus patrañas y traiciones”.

Me sorprendió la fuerza con que se expresó y debo reconocer que ese fue el origen de El Hechicero de la Tribu . Sentí
que lo que me transmitía con tanto énfasis no era un consejo sino un
mandato para realizar un ajuste de cuentas que percibía como urgente y
necesario y que tal vez él sabía que ya no tendría tiempo para hacer.
Salí de Casa de las Américas confundido y dubitativo. Pero pocas horas
después caí en la cuenta de que tenía que hacer lo que Retamar me había
dicho. Ni bien regresado a Buenos Aires puse manos a la obra y a lo
largo de toda la fase de búsqueda de documentación y por supuesto
durante la redacción del libro el intercambio de correos con Retamar era
frecuente, casi semanal. Y no eran uno o dos, sino varios cada vez, con
sus comentarios, aclaraciones, precisiones y datos de contexto que
estaban en su memoria alojados en un enojoso anaquel reservado desde
hacía décadas a Vargas Llosa y su relación con la Revolución Cubana. Sus
observaciones eran de una precisión quirúrgica e invariablemente
acertadas. Estando sumido en toda clase de dudas acerca de cuándo darle
el toque final a mi manuscrito pude visitarlo una vez más en La Habana y
mantener otra larga conversación con él y con Juan Fornet, otro gran
escritor cubano. Allí sentí que Roberto me dio el impulso final para
resolver un problema que suele ser muy serio para muchos escritores:
poner punto final a la obra, decidir que ya está terminada y que sólo
resta entregarla a la imprenta. Me fui de esa reunión preocupado porque
si bien Retamar conservaba una lucidez asombrosa su físico se había
debilitado considerablemente. Pero me marché aliviado porque me había
resuelto el permanente desafío de saber cuándo poner el punto final a mi
escrito. Tuve la inmensa satisfacción de que en Febrero del 2019, con
ocasión de la Feria del Libro de La Habana, pude entregarle una copia de
mi libro impreso por el Instituto Cubano del Libro. Un brillo
relampagueó en sus ojos y creo que para sus adentros se habrá dicho:
“misión cumplida”.

Concluyo diciendo que no me alcanzará lo que me queda de vida para
agradecer la oportunidad única de haber sido agraciado con su amistad,
con la de su amada esposa, Adelaida de Juan, y haber sido educado con su
magisterio. No tengo palabras para expresar todo lo que siento, y me
disculpo ante quienes leen estas líneas y en especial con Laidi, su
hija. Ocurrirá con Roberto lo que pasa con las estrellas: aún muertas
siguen emitiendo luz. En su caso, sus poemas, ensayos, notas de todo
tipo seguirán iluminando la conciencia de los revolucionarios de Nuestra
América. Sólo me resta decir que cuando bien pronto regrese a su amada
Habana arrojaré una flor al mar, justo enfrente de donde se encuentra
Casa de las Américas, para honrar sus cenizas y su memoria y gritar con
toda la fuerza de mi alma “¡Hasta la victoria siempre, Roberto.
Venceremos!”
Página/12 DdA, XV/4936
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