
La jueza Rosario Fernández Hevia. Foto / POL.
Xuan Cándano
Atlantica XXII
“Me dan el alta mañana o pasado. Te llamo”.
El final del mensaje por Twiter de Charo Fernández Hevia el miércoles
de la semana pasada me dejó preocupado, pero cuando efectivamente llamó
dos días después una larga conversación me dejó más aliviado. Acababa de
salir del hospital, tras 24 días de estancia. Me informó de su grave
dolencia, que le había supuesto la jubilación anticipada en la Audiencia
Provincial de Valencia, pero su voz sonaba tan cálida como siempre y
sus palabras eran esperanzadas. Pensaba recuperarse con humor y
paciencia. Quería que la fuese a visitar a Xátiva, donde estaba
encantada, con una preciosa casa levantina y una huerta con tantas
naranjas que iba a volver a Asturias cargado de ellas. Al día siguiente
volvió a llamar, pero le dije que le devolvía la llamada en breve y me
contestó que no hacía falta, porque había sido un error al pulsar el
aparato. No sabía que se estaba despidiendo definitivamente.
Conocía y admiraba a la jueza
Charo Fernández Hevia desde que ejerció en Gijón, donde no pasaba
desapercibida, ni su figura ni sus sentencias. En cierto modo
era uno de los personajes de aquella época de la Transición asturiana,
que en Gijón tuvo una cara obrera y contestataria, como un reflejo
tardío de la ciudad anarquista de los años 30 y la guerra civil. Era la
jueza roja, la de las sentencias contundentes en favor de los obreros
del naval de las barricadas y el fuego de los neumáticos, de los jóvenes
insumisos que preferían ir a la cárcel antes que a la mili, la
feminista cubierta por una toga que entendía que no había justicia para
las mujeres. La viva representación de aquella gauche divine que
escandalizaba a los bienpensantes, puritanos y conservadores, que
soportaban mal a una mujer valiente y decidida que estaba entre las
primeras magistradas que militaron en Asturias en Jueces por la
Democracia.
Pero cuando la empecé a tratar
asiduamente fue a raíz del caso de La Camocha, donde envió a la cárcel a
los responsables de aquella trama de corrupción con el carbón de
importación en la minería asturiana. Luego, en una decisión inexplicable, se revocó su sentencia, obligando a la repetición del juicio. En ATLÁNTICA XXII, de la que era fiel lectora, informamos ampliamente de aquel extraño y desconcertante asunto.
Charo Fernández Hevia se fue poco
después a Valencia. En Gijón había sido expedientada hacía años por el
Consejo del Poder Judicial, que veía dilación en su trabajo y exigía
sentencias más rápidas. Lo mismo le ocurrió en Valencia, según me contó
el pasado fin de semana. Me dijo que la enfermedad, aún no
detectada, le produjo una enorme debilidad y su peso llegó a los 50
kilos, pero no entendía aquel nuevo expediente porque el trabajo en su Juzgado era elevadísimo y su ritmo todo lo endiablado que le permitía su cuerpo.
Hablamos de su vida, de su familia,
de las bondades del clima y la huerta valenciana, de Asturias, de
Levante, de política, de la corrupción en la sociedad y en el
periodismo. Contra la injusticia era infatigable. Su cuerpo era frágil,
pero su fortaleza era inmensa. Nunca lo oí hablar con dolor o
resentimiento, aunque podía tener razones para ello. Cuando citó a un
juez, que aseguraba le había hecho la vida imposible en Gijón, lo hacía
sin volver la vista atrás ni pedir cuentas al destino. Solo le oí sentencias justas y palabras cariñosas. Creo que no se puede decir nada mejor de una jueza.
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